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    Relatos de Pilar Aguarón   

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¡Calla, tonta!

Lupe Sagredo murió en la primavera de 1971, tenía 43 años y no llegó a celebrar su primer aniversario de boda. Tantas veces la llamaron tonta desde que era niña, que lo tenía  asumido y con  ese convencimiento aceptó su muerte.

Siempre fue frágil  y temerosa. Tenía la mirada triste de los que saben que la vida se les escapa sin disfrutarla. El único amor que conoció fue el que idealizó en la oscuridad húmeda y rancia del viejo cine rural. Fue virgen hasta su noche de bodas y murió con la amargura de no haber escuchado nunca un te quiero, pero eso, como tantas cosas, se lo llevó con ella.

Nunca fue exigente con la vida. Durante 20 años fue maestra rural, tuvo una existencia tranquila y aburrida hasta que su familia dispuso organizarle otra, que ella jamás quiso, pero que acabó aceptando por su incapacidad natural para decir no.

Durante las vacaciones de Pascua de 1970, su hermana y su cuñado la convencieron de lo ventajoso un matrimonio con un cincuentón acomodado y afable, que acababan de conocer en un viaje a Madrid, y que les había manifestado su deseo de abandonar la soltería y pasar a ser lo que socialmente se conoce como respetable hombre casado.

Lupe, en un principio se asustó e intentó escabullirse para evitar lo inevitable, pero los argumentos de su hermana fueron concluyentes, sujetando su mano le dijo:

—¡Calla, tonta!— y haznos caso.

y ella calló.

Asistió ajena y sumisa a los preparativos del enlace, la casaron en julio, apenas tres meses después de conocerlo,  durante ese tiempo sólo habían hablado de bienes patrimoniales, de  intereses mutuos y de conveniencias sociales.

El día de la boda amaneció triste y cerrado, amenazando tormenta, como para no desentonar con el ánimo de Lupe, que acompañó a la ceremonia con un irreprimible lloriqueo de miedo y abatimiento, que los escasos invitados achacaron a la emoción. Aunque Lupe no sintió emoción alguna, como tampoco la sintió durante los meses que siguieron y que la condujeron hasta la muerte.

En la noche de bodas su marido le dijo:

—Tenemos que hacer uso del matrimonio— ¿lo sabes, no?

Ella lo sabía y lo temía.

Resignada se puso el camisón de seda con la pechera bordada, que le habían preparado en su anticuado ajuar de solterona.

La alcoba estaba casi a oscuras y se iluminaba, de vez en cuando, con lejanos relámpagos.

Lupe empalideció cuando vio a su marido iluminado por la tormenta acercarse a la cama desnudo, y quizá tan asustado como ella, pero nunca lo supo, nunca lo hablaron. Lupe, nerviosa e incómoda, cerró los ojos en cuanto notó crujir el somier con el peso del hombre. Sintió su aliento caliente y sus manos sudorosas, gimió más de miedo que de placer, bajo el peso y la fuerza de su consorte  y como ella temblaba y se quejaba como un cachorrillo asustado, él le dijo:

—¡Calla, tonta, que no pasa nada!

Y ella, calló.

Lupe tuvo que empezar una nueva vida, dejó la escuela y se trasladó desde su Bierzo natal hasta su nuevo hogar en el sur de Navarra.

 

Mansamente se fueron acostumbrando el uno al otro. Los hábitos tranquilos y hogareños de su marido la fueron confortando. El sexo se fue adormeciendo y con la rutina, llegó  el sosiego, a la vida de la apocada Lupe.

 

No le duró mucho el letargo, con los primeros fríos de otoño empezó  a sentirse mal, se levantaba mareada y con náuseas y descubrió, con angustia, que estaba embarazada  

 

—Mujer, si viene es porque Dios nos lo ha enviado—dijo su marido y ella se conformó.  

 

Con el invierno llegó su auténtico infierno. Su salud se quebró, perdió peso, se fue hinchando y se pasaba las horas sin apenas hablar ni comer. Sentada en un sillón de mimbre, junto a la ventana de la sala, frotándose el abultado vientre y mirando durante horas la acacia del jardín. A veces cerraba los ojos y se imaginaba lo fácil que hubiera sido haber nacido árbol.

 

Su marido volvió a su vida, a sus asuntos, a sus partidas en el casino. Se desocupó de ella y para hacer notar su cualidad de hombre casado, adquirió la costumbre de girar constantemente su alianza, eso era lo único que les unía.

 

A los seis meses de gestación, sus exiguas fuerzas eran casi nulas, tan insignificantes que sus quejas parecían no ser escuchadas por nadie

 

—Doña Lupe, es usted una primípara añosa y es lógico que se encuentre mal, usted tranquila que todo va bien,  lo que tiene que hacer es comer más— le sermoneaba el médico.

          —Es que... balbuceó ella.

 

—¡Calla, tonta, que tú no entiendes!—medió el marido

 

Y ella, calló.

 

Aquella misma noche mientras su marido resoplaba a su lado, sintió como si una cuchillada le atravesaba el vientre. Notó un líquido caliente resbalando entre sus piernas. Estuvo a punto de despertarlo y pedir ayuda, pero lo dejó pasar.

 

Se dobló sobre sí misma, cruzó su voluminoso vientre con sus apagados brazos y aceptó consciente su muerte. Aguantó el dolor entre lágrimas, sudor, temblores y rezos. Por primera vez en su vida,  era ella quien decidía decidía y se dejó ir. 

 

El amanecer llegó despacio. Cuando su indiferente marido se despertó, toda la cama era un gran charco de sangre y Lupe, tenía el rostro pálido y sereno, como una virgen de cera.

 

 

©Pilar Aguarón Ezpeleta

Perteneciente  a los libros : ¡Calla, tonta! 2009

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