"Villa
Dª Julita"
Cuando
de niña mis padres me llevaban la
segunda quincena de julio a tomar las
aguas al Balneario de Santel,
siempre nos hospedábamos en
un caserón
grande a las afueras del
pueblo, que
tenía un enorme jardín
descuidado con una verja que terminaba
en lanzas puntiagudas y junto a la
cancela un rotulito con
letras inglesas en hierro
forjado que decía
"Villa Dª Julita".
Doña
Julita, era soltera, heredó el caserón
y el nombre de su abuela paterna, debía
tener unos sesenta años y se dejaba
ver poco,
me contaba mi madre que
pertenecía a una familia de la
nobleza andaluza o
que incluso descendía de
la mismísima Eugenia de
Montijo, pero eso nadie lo pudo
comprobar nunca, así que seguramente
me lo decía para dar un poco de
lustre a tan misteriosa dama.
A
la docena de huéspedes de "Villa
Dª Julita", nos atendía
Marcela,
una mujer bondadosa y fuerte
que cocinaba, limpiaba y parecía
no cansarse nunca. A mí siempre me
tenía echado el ojo encima para que
no alborotara, ni molestara al ama,
que siempre tenía jaquecas y se
pasaba media vida en su mecedora de
mimbre, bebiendo zumo de limón, con
paños de lino empapados en agua de
azar en la nuca y rodajas de pepino
sobre la frente. Para evitarle
molestias, Marcela siempre tenía las
salas y los pasillos en penumbra y
hablaba en voz baja y ese tono terminó
contagiándose entre los huéspedes
que hablábamos todos como si
estuviéramos en confesión.
Un
atardecer mientras esperábamos
la cena escuché
como
otras dos pupilas contaban en
voz baja viejas historias fantásticas
como que en el desván estaban los baúles
con los ajuares de la señorita, con
docenas de juegos de cama, mantelerías,
toallas y camisones, bordados por las
monjas del Convento de Santa Felicita
y que guardaba, además, cristalerías
y vajillas hechas especialmente para
ella, que costaron en su tiempo
una fortuna y por eso no permitía
que los tocara nadie, así que la señorita
cuando llegaba la primavera y antes de
que aparecieran los huéspedes,
mandaba a Marcela
una semana con sus sobrinos y
ella misma
bajaba con cuidado y
lavaba con sus propias manos
todos los menajes y los extendía en
las mesas del comedor y allí se
sentaba a contemplarlos en silencio y
luego sacaba las mantelerías y las
oreaba
y
las volvía a
doblar con cuidado
y las colocaba con mimo en los
baúles entre pliegos de papel de seda
y bolsitas con flores aromáticas
para impedir el olor a rancio.
Mientras
las escuchaba, sí que me creí que
descendía de la misma Emperatriz de
Francia
y la imaginaba con un vestido
largo de organdí y tafetán bailando
entre las mesas del comedor, donde
centelleaban las cristalerías como si
fueran diamantes.
Doña
Julita sólo se dejaba ver después de
cenar, aparecía en la pérgola del
jardín
demasiado maquillada y
perfumada, con sus vestidos pasados de
moda,
sus zapatos de tacón de
rejilla y su collar de perlas.
Saludaba con aire de superioridad y
recibía a cambio
sonrisas y pleitesía por parte
de quienes le deban de comer, no en
vano los españoles siempre hemos
tenido complejo de inferioridad y nos
gusta mostrarnos sumisos y
complacientes con los que consideramos
superiores y
en cuanto a "aires de
grandeza" ,
ella los tenía todos.
Los
quince días que me hacían pasar
en el balneario y
en "Villa Dª Julita"
eran para mi un auténtico suplicio,
así que procuraba encontrar mis
entretenimientos, me gustaba comerme
los huevos todavía calientes del
gallinero, darle el biberón al cachorrito huérfano
que Marcela escondía en el
cobertizo, cazar avispas o azuzar a
los gatos para que se subieran de un
brinco a las higueras, pero lo más
divertido era hacer de asistenta de
Marcela, ayudarle a limpiar el polvo
de los maceteros, poner la mesas o
regar las rosas.
La
víspera de nuestra partida,
después de comer, Marcela había
preparado la jarra de zumo de limón
con hielo, que dejó sobre el mármol
de la encimera mientras atendía a un
huésped. Yo como detestaba dormir la
siesta andaba por ahí, como siempre,
enredando y con la inocencia de mis
diez años cogí la jarra y la subí hasta la habitación de la
señorita. Empujé la puerta
y
me quedé unos segundos
parada mirándola en
silencio,
estaba recostada sobre su mecedora de
mimbre, llevaba sobre las sienes
y sobre los pechos semi
destapados rodajas de pepino y
con los dedos de la mano
derecha se acaricia entre las piernas
abiertas. Cuando notó mi presencia
se incorporó nerviosa y me gritó:
—¡Vete!
En ese momento llegó alterada Marcela
que me quitó
la jarra y mientras yo escapaba
escalaras abajo, escuché los gritos
de la señorita: ¡Nunca más, has oído,
que no vuelva a pasar
nunca más!.
Marcela logró alcanzarme en el
último escalón , me agarró del
brazo hasta hacerme daño y me
dijo con voz crispada: ¡tú chitón,
eh!, y obedecí, entre otras razones
porque no sabía exactamente lo que
había visto para que las dos se
enfadaran tanto. Pero aquella noche doña
Julita no bajó a la pérgola después
de cenar.
Al
día siguiente de buena mañana terminó
nuestra estancia en Santel y por
fortuna también las ganas de mis
padres de volver a beber agua fría de
manantial, así que a partir de
entonces nunca más volví a ver ni a
doña Julita ni a la bondadosa
Marcela.
Mientras
mis padres metían en el coche el
equipaje yo miré hacia la
balconada del primer piso y entre los
visillos creí adivinar la imagen
medio desnuda de la señorita, con
rodajas de pepino por todo el cuerdo y
un fuerte olor limón ácido en los
dedos.
©Pilar Aguarón Ezpeleta
Perteneciente al libro LA NUNCA
CONTADA HISTORIA DE JUAN IRINEO y
OTROS CUENTOS©2011
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