El granero de la tía Zoila
Inés no conoció a su tía Zoila, pero
puede decirse que a pesar de ello,
marcó su vida. Muchas veces su
madre, cuando de jovencita se perdía
en sus ensoñaciones, le amonesta con
un “eres igual que la tía”.
Inés fue una niña frágil, soñadora y
solitaria, tenía un corazón
vulnerable y generoso, que escondía
bajo siete llaves por miedo a que se
lo lastimaran.
No tenía apenas amigas, no le
gustaba jugar con ellas, prefería
escaparse a la vieja casa familiar y
subir al granero abuhardillado,
donde su tía abuela Zoila, había ido
almacenado, ordenados y apilados,
todos los números de la revista
Hola, desde su aparición en
septiembre de 1944. Además de
guardar docenas de semanarios de
Life y de París Match, que nadie
sabía como habían ido a parar a
aquella casa, pero allí estaban,
ordenados por fechas, con sus
páginas amarilleando y despidiendo
un ácido olor a rancio.
Inés subía al desván y se dejaba
embriagar por aquel perfume acre y
húmedo durante horas, hasta que se
quedaba sin luz o su madre la
reclamaba a gritos a la hora de
cenar.
Y así fue dejando la adolescencia,
entre esas páginas que escondían las
vidas inalcanzables de aquellos
seres bellos, frívolos y
despreocupados.
Quiso tener los ojos violeta de
Elizabeth Taylor iluminados por las
alhajas, la lujuria y los celos que
despilfarraba sobre ella Richard
Burton. Vivió como si fueran suyos
los amores adúlteros de Paola de
Lieja con Adamo. Se dejó coronar por
el Sha Reza Pahlevi emperatriz de
los persas, vistiendo la capa de
terciopelo y armiño de la hermosa
Farah Diva y se entusiasmó por el
encanto indolente de los huérfanos
Kennedy. Todo estaba en aquellas
viejas páginas, que la tía Zoila,
fue almacenado hasta su muerte a
principios de 1970.
El corazón de Inés nunca se adaptó a
la vida fuera del granero. Se
enamoró del amor y se casó apenas
cumplidos los veinte años cegada por
la ilusión, pero pronto se dio
cuenta que aquel chico romántico y
bueno nunca llegaría a ser Carlo
Ponti, ni Rainiero Grimaldi, ni
Aristóteles Onassis, y por ello
jamás le haría ganar un Oscar, ni la
iba a convertir en princesa, ni
tampoco le regalaría una isla en el
mar Jónico.
Así que una mañana se fue sin
decirle nada, se marchó para buscar
la ilusión en otros brazos, y luego
en otros más. Y desde entonces vivió
como si estuviera sentada al borde
del abismo, sin importarle nada.
Pero ella añoraba las vidas apiladas
en el granero, sin quererse enterar
de que sus ídolos se habían
desquebrajado, envejecido o muerto
jóvenes.
Inés fue perdiendo la juventud y el
juicio y un invierno se encerró en
la abandonada casona familiar, donde
apenas comía.
Por el pueblo enseguida se corrió la
voz de que se había vuelto loca y
que se la podía ver desnuda detrás
de las cristaleras, hecha un saco de
huesos, con el pelo encanecido
recogido en una descuida cola de
caballo.
Pero cuando ella se asomaba no veía
la pequeña placita con la hornacina
de la Virgen, sino el gran jardín de
agua formado en el río Amstel.
Porque para Inés la vida se
interrumpió en 1969 y ella estaba
convencida de que la destartalada y
fría alcoba de la primera planta,
era la suite 902 del hotel Hilton en
Ámsterdam y que ella era Yoko Ono y
que John Lennon, rompió con todo
solo para abrazar su enclenque
cuerpo desnudo frente a los ojos del
mundo; pidiendo, desde la cama, una
oportunidad para la paz.
©Pilar Aguarón Ezpeleta
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