El
funeral de D. Malaquías
Dedicado
a mi amigo Horacio Montañés
Hoy
hace ya cinco años que enterramos a
D. Malaquías, y todavía no he
olvidado lo que me tocó vivir y que
si alguien pone en duda lo que vi
puede preguntar a los que fueron
testigos, al igual que yo,
pero no creo que ninguno esté
dispuesto a contar lo que allí pasó.
D.
Malaquías aún no había cumplido los
sesenta cuando murió y de esos
llevaba casi treinta
siendo nuestro párroco y todos
ellos estuve yo con él de sacristán.
Pero a pesar de compartir tantas horas
juntos, he de reconocer que nunca se
acaba de conocer a las personas y que
a veces te salen por donde menos te lo
esperas, pero que tampoco soy yo quien
para juzgar a nadie,
que de D. Malaquías guardo un
grato recuerdo, que siempre fue bueno
conmigo y se desvivía por ayudar a
cuantos podía.
El
buen hombre se fue plácidamente, como
había vivido, se le paró el corazón
y lo encontró el monaguillo, sereno y
tranquilo, como si durmiera,
tendido en el suelo de la
sacristía.
Por
el velaorio pasó todo el pueblo. A
punto estábamos de cerrar la caja,
cuando apareció la señorita Montse,
la maestra, que recorrió el pasillo
central del templo sin mirar a nadie,
despacito, como si nada le
importara, con la mirada fija en el féretro
que estaba a los pies del altar.
Subió
parsimoniosamente los cuatro escalones
que separan el presbiterio del resto
de la iglesia y entonces me di cuenta
que traía
el semblante desencajado y
parecía como si hubiera llorado
mucho, apretaba contra su pecho algo
que al principio no fui capaz de
reconocer.
La
señorita Montse se acercó al ataúd,
acarició levemente el rostro helado
del difunto y entonces me di cuenta de
lo llevaba entre las manos y cualquier
cosa hubiese imaginado que fuera,
menos lo que vi.
En mi vida hubiera sospechado que
aquellas sandalias tan livianas, con
un tacón tan alto y tan afilado como
un punzón, con apenas unas tiritas de
charol negro como toda compostura,
pudieran haber sido calzadas por la señorita
Montse, a la que yo conocía desde que
era cría, y ni siquiera en su mocedad
la vi pisar con un tacón de más de
dos dedos de alto. Pero de ella eran y
bien usadas que estaban, con la suela
gastada de pisar el suelo.
Lo
cierto es que aunque se me pueda tomar
por loco, yo estoy bien seguro de lo
que vi y es que cuando la señorita
Montse le puso las sandalias entre las
manos inertes, aquel hombre, con la
faz grave y solemne, que llevaba muerto y bien muerto casi dos días enteros,
sonrió.
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A
todos
los que estábamos cerca del féretro
nos entró un nerviosismo y
un desasosiego sin saber que
hacer, el Vicario, que había mandado
el Obispo para los funerales,
me hizo una seña para que
pusiera la tapa, mientras agitaba el
hisopo como un alucinado, y echaba
agua bendita a diestro y siniestro,
intentado que ninguno de los
feligreses
se dieran cuenta de lo
que allí estaba pasando.
Así
que rápidamente apartamos a la señorita
de un empujón
y entre el monaguillo
y yo mismo cerramos el ataúd,
mientras ella lloriqueaba y se
enjugaba las lágrimas con un pañuelito
blanco,
y así metimos a D. Malaquías
a la sepultura, con las sandalias de
la señorita Montse entre las manos, y
creo que allí seguirá, sonriente y
feliz para toda la eternidad.
©Pilar Aguarón Ezpeleta
Perteneciente al libro LA NUNCA
CONTADA HISTORIA DE JUAN IRINEO y
OTROS CUENTOS©2011
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