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  Relatos de Pilar Aguarón   

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El mejor día en la vida de Odón Tobares

 

Aquel 24 de marzo quedó marcado en la existencia de Odón Tobares como el mejor de sus días y después de tantos años todavía no se explica cómo pasó, ni quiere saberlo.

 

La tarde anterior, fue igual a otras tantas vividas hasta entonces. Había tenido una soberana bronca con su hijo, una más. Toño les había salido un vago de siete suelas. No tenía afición por el trabajo ni por el estudio, ni mostraba interés alguno por hacer nada de provecho; se pasaba las horas jugando a los futbolines en el bar de la plaza.

 

Odón trabajaba de linotipista en “El Liberal”. Volvía a casa cuando los demás salían.

 

Vivía al otro lado del río, junto al puente de piedra, frente a la iglesia de Altabás. A veces, de madrugada cuando volvía a casa, se asomaba a la frágil barandilla para mirar como pasaba el agua.

 

Al final del río estaba el mar, y más allá la libertad, pensaba.

 

Pero Odón se volvía a casa a  seguir con su vida monótona y gris, a la que había acostumbrado como los pies se acostumbran a unas botas duras, a fuerza de rozaduras.

 

Hacía más de 20 años que estaba casado con Pura, una mujer grande, habladora y vulgar a la que no recordaba haber amado nunca, pero es que cuando le llegó la treintena no conocía a ninguna otra y los hombres a esa edad tienen que casarse y tener hijos, es ley de vida, le dijo su madre.

 

Así que Odón no esperaba que aquel día fuera a ser diferente a la retahíla de días apagados que amontonaba su vida.

 

Al pasar por el puente miró al río,  pero no lo vio como otras veces. Amanecía y unos leves rayos tornasolaban el agua, irradiando reflejos, azules, malvas y rosas. Y el horizonte  se tiñó con un grandioso estallido multicolor de violetas, amarillos, anaranjados y  verdes luminosos.

 

Llegó a pensar que era un sueño, miró a su alrededor para ver si pasaba alguien y poder cerciorarse de que aquel espectáculo era real, pero nada se movía. Todo era paz, ni un coche, ni un trolebús, ni una bicicleta.

 

Calma y luz.

 

No recuerda el tiempo que estuvo mirando aquel amanecer insólito, hasta que  escuchó traquetear los adoquines que embaldosaban el puente bajo el peso de un camión de reparto.

 

Miró el reloj, eran casi las nueve. No era posible que hubiera estado allí mirando el agua durante más de dos horas. El día había clareado y el  Ebro volvía a ser marrón, como cada día.

 

 

Llegó a casa aturdido. Le dolía la cabeza. Le costó atinar con la cerradura y al entrar le pareció que olía diferente, a aire fresco. No era, como de costumbre, ese olor a fritanga y a restos de comida de la noche anterior.

 

Dejó el periódico sobre la cómoda del recibidor y observó extrañado que la foto enmarcada de la primera comunión del chico ya no estaba; en su lugar se vio a sí mismo, con otra mujer y una niña sonriente, de trenzas doradas y lazos blancos. Miró alrededor por si se había confundido de piso, pero no. Era su casa: el mismo papel pintado, la misma cómoda de nogal que había heredado de su madre y la misma lámpara con las tulipas de cristal rosa.

 

Entonces apareció por el pasillo una jovencita, con una media melena castaña y unos libros en el brazo, que le besó deprisa y le dijo sonriente, mientras escapaba escaleras abajo:

 

—¡Buenos días papá y adiós papá, que llego tarde!

 

Completamente confuso, se acercó hasta la cocina y se encontró con la señora de la foto, una mujer de ojos claros que le hablaba con naturalidad y afecto.

 

—Hoy te has retrasado más que otros días, casi empezaba a preocuparme.

 Te he preparado tus torrijas favoritas. ¡Anda siéntate!, que ya tienes la leche caliente.

 

Odón aproximó la vieja silla de enea hasta la mesa. Se sentó sin saber qué decir, esperando que alguien saliera riendo por algún lado y le dijera que todo había sido una buena broma, pero nadie salió; así que se tomó un par de torrijas y el café con leche y sin decir ni media palabra se fue a la cama. Enseguida se durmió con la certidumbre de que la chica de los libros y la mujer de las torrijas, habían sido un sueño y que al despertarse, se volvería a encontrar con el olor a fritanga y con Pura arrastrando los pies y la ropa llena de lamparones de grasa.

 

Pero cuando se despertó, seguía oliendo a aire fresco y a lavanda. Tenía la muda limpia y bien doblada sobre la butaquita de terciopelo carmesí. En la cocina estaba la mesa puesta para tres, con un mantelito de cuadros verdes y blancos. Al poco llegó la jovencita de los libros, a la que su madre llamó Irene y comieron los tres y hablaron de cosas que no recordaba, pero que, poco a poco, fue haciéndolas suyas.

 

Él no quiso preguntar por no romper el hechizo, y allí sigue, al cabo de los años, disfrutando de los nietos que Irene le ha dado. Odón se siente feliz y agradece a la vida que aquel 24 de marzo se convirtiera en el mejor de sus días.

 

 

Perteneciente al libro MARRÓN, relatos3©2012

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