LA VIUDA DEL DIVISIONARIO  (Del libro Las verdaderas HISTORIAS de amor son pasajeras)

©Pilar Aguarón Ezpeleta

Elías murió sin conocer el mar. Llevo todo el día pensando en lo mismo, debe ser que se acerca el final, pero no me importa. A estas alturas pocas cosas me importan. Hoy me ha dado por pensar en el mar y en Elías. Hacía tiempo que no me acordaba de él, me cuesta recordar su imagen. Para mí ya sólo es el rostro gris que aparece en la fotografía de nuestra boda. Lo veo pasando una y otra vez las páginas de aquel librito lleno de estampas marineras, con bajeles, pescadores, redes y barcas. Le pregunté que de dónde lo había sacado y me dijo que lo encontró en la trinchera, envuelto en polvo y que se lo guardó. Quizá lo perdiera alguno de los muchos que fueron heridos o muertos en el frente ruso. Mucho tenía que gustarle el mar a quien lo metió en su petate para llevárselo a la guerra.

No solíamos hablar de la guerra, ni de la suya, ni de la mía. El librito marinero era lo único bueno que guardaba de aquellos años, lo demás penalidades, heridas y el apodo que le acompañaría incluso después de su muerte, porque para todos pasé a ser para siempre la viuda del divisionario. Así son las cosas en los pueblos.

Mientras fuimos novios, le gustaba decirme que me llevaría a conocer el mar. Él era así, le gustaba soñar. Pero al final no pudo ser, y en lugar de llevarme a ver el rompeolas y la playa de la Barceloneta, como él quería, terminamos en Zaragoza mirando pasar el agua del Ebro desde el Puente de Piedra. Yo no le di importancia, porque siempre he sabido conformarme y la vida hay que tomarla como viene. Quizá, sin la guerra, las cosas hubieran sido diferentes, pero  no hay que darle más vueltas, en la vida hay que bailar al son que te tocan. La guerra, la maldita guerra que arrasó con todo.

Elías, mi marido, era un buen hombre, pero eso no fue suficiente, o por lo menos no lo fue para mí. Con el paso del tiempo llegué a tenerle apego y lamenté su muerte, como se lamenta la de un hermano.

Fue un mazazo, tan joven y con esas ganas de vivir que tenía, pero lo cierto es que pasado el impacto de la noticia, lo que sentí fue un gran alivio. Convivir con él era una carga pesada, ni el tiempo logró hacerme vencer la repulsión que sentía cuando se me arrimaba e intentaba besarme, me daba asco su boca ensalivada, con aquellos pequeños dientes amarillentos por el tabaco y el sarro. Nunca se lo dije, no me atreví. Sólo fingía, me retraía, exageraba mi pudor y aparentaba vergüenza, él se lo creía. Era muy ingenuo.

Así que cuando notaba su mano rozar mi espalda por encima de la ropa, o sentía su aliento caliente junto a mi cara, me apartaba, simulaba recato y le decía:

—¡Deja, deja, hombre, que el cura dice que esto no es de buenos cristianos!

¡Pobre Elías! se conformaba o por lo menos lo aceptaba sin rechistar. En el fondo tuvo una vida miserable. Por lo demás, me porté como una esposa hacendosa, le lavaba la ropa, le preparaba las mudas, le hacía la comida, lo mismo que había visto a hacer a mi madre toda la vida. Yo consentía las relaciones sexuales como una obligación desagradable, quería tener hijos, pensaba que los hijos me harían la vida más llevadera. Por suerte no tardé en quedarme encita. Desde entonces exageré mis indisposiones y nunca más volvimos a yacer.

Elías era un pedazo de pan, cumplidor, católico y rezador. Demasiado quizá. Como pasaba muchas horas solo en la sierra, cuando bajaba hablaba sin parar, con unos y con otros, la verdad es que en el pueblo se hacía querer. Todo lo contrario que yo, que con los años me había vuelto taciturna y huraña. A mí no me preocupaba quedarme soltera, porque me ganaba la vida con el dedal y la aguja, pero a mí madre sí.

Me calentaba la cabeza día tras día con una letanía inagotable. Creo que me casé por no oírla. Mi hermano, más joven que yo, ya llevaba varios años casado y le había dado dos nietos. Yo disfrutaba siendo modista, me permitía sacarme el jornal y tener un motivo para pasar muchas horas a solas, sentada a la máquina de coser, o en mi silla de anea, inclinada sobre la labor, haciendo pespuntes, pasando hilvanes o cogiendo los puntos a las medias de nailon, que se ponía las mujeres para ir a misa los domingos. Me gustaba esa vida, pero en aquellos años a las mujeres no nos dejaban ser libres, y aunque me resistí, acabé cediendo cuando me convencí de que en mi vida no había lugar para los milagros. Fijamos la fecha de la boda para el 25 de julio de 1952, fiesta de Santiago, justo el día en que Elías cumplía los treinta años. Éramos demasiado diferentes en todo, no podía salir bien.

Seguimos viviendo en casa de mis padres. La suya, junto al arroyo, resultaba pequeña y llena de humedades. Elías era pastor. Lo fue desde que supo caminar por la sierra y acompañar a su padre durante los veranos. A los once años quiso ser seminarista, pero no pudo porque hacía más falta en casa, su padre había enfermado y él tuvo que dejar la escuela para hacerse cargo del ganado. Luego quiso alistarse para combatir a los rojos, que quemaban iglesias y mataban curas. Pero no lo admitieron por ser todavía demasiado joven.

Con diecinueve años recién cumplidos, sí que pudo hacer lo que se propuso y no lo dudó. Cuando en el verano de 1941 Hitler comenzó la invasión de la U.R.S.S, Franco ofreció a Alemania algunas unidades de voluntarios en reconocimiento a la ayuda recibida durante la guerra española. Ramón Serrano Suñer, entonces Ministro de Asuntos Exteriores, casado con Zita Polo, cuñada del dictador, fue el encargado de conseguir los alistamientos. Le fue muy fácil.

Serrano, con su uniforme blanco de la falange y sus gafas de sol, arengó a las masas desde el centro de Madrid:

—Camaradas, no es hora de discursos, pero sí de que la Falange dicte en estos momentos su sentencia condenatoria: ¡Rusia es culpable!

Con esa proclama se abrió el camino para el reclutamiento de voluntarios en la División Azul. Veinte mil jóvenes se alistaron en unos pocos días. Entre ellos Elías Bailo, mi marido, quien tras escuchar la arenga por la radio y sin pensárselo más, se fue a Zaragoza a presentarse voluntario para luchar contra el comunismo. Le asignaron al 3º Batallón del Regimiento 263, que se formó entero en Zaragoza, integrado casi en su totalidad por jóvenes universitarios.

Tres años después, volvió al pueblo convertido en un héroe de guerra mutilado. Le gustaba alardear de sus aventuras bélicas. Su adiestramiento castrense, en un campamento militar a pocos kilómetros de Nuremberg, duró apenas dos meses. Aquel acuartelamiento fue para él mejor que un festejo. Sus primeras vacaciones. Allí estuvo bien, estaba acostumbrado a las escaseces y se adaptaba rápido a las penurias. Le gustaba aprender y hacer cosas nuevas. En su primer día de instrucción les entregaron una pequeña caja de cartón con hojas de afeitar, un cepillo de dientes y otro para el pelo. Jamás había tenido nada igual, para él y para gran parte de los reclutas españoles, aquellos menajes fueron un verdadero lujo. Tampoco tuvo demasiado problema con los uniformes, era buen mozo y las camisas y los pantalones que le dieron le quedaban más o menos bien. No les pasó lo mismo la mayoría de sus compañeros, que eran de baja estatura y los uniformes alemanes les venían demasiado grandes, las camisas parecían camisones y los pantalones los tenían que llevar varias veces doblados. Sin embargo, aquellos pequeños españoles, mal equipados y poco adiestrados, fueron valientes y arrojados en el combate y fuertes y disciplinados durante los penosos meses que siguieron, llenos de sacrificio y fatiga. Nada fue fácil, tuvieron que recorrer a pie y en pocas semanas,  más de mil kilómetros para entrar directamente en batalla. Elías luchó junto a los alemanes en Polonia y Leningrado, donde fue herido y perdió un ojo y la movilidad del brazo izquierdo.

Cuando volvió,  empezó a cortejarme, pero tardé más de cinco años en admitirlo como pretendiente. Él nunca se desanimó. Yo tenía la cabeza en otras cosas. Habían pasado muchas en poco tiempo. Era, además, demasiado hablador, me cansaba escuchar sus chácharas interminables, sin olvidar, que su aspecto me echaba para atrás y por si fuera poco, había vuelto tuerto y lisiado. Pero Elías si una virtud tenía, era la tozudez, y no se conformó con mi rechazo. A diario dejaba en la reja de mi ventana flores que cogía del monte, otras veces recipientes con leche de oveja recién ordeñada y quesos o cualquier otra cosa que pudiera compartir. Los domingos me esperaba a la salida de misa de doce. Poco le importaba que los mozos se burlaran de él en el casino, y lo llamaran bragazas o le hicieran pases toreros, hasta su propia madre le instaba a que se buscase otra novia de mejor carácter.

Pero al divisionario no le frenaban las dificultades, y se buscó un buen aliado en el mosén. Don Mariano era un septuagenario enjuto y encorvado, vestía una vieja sotana desgastada, que yo le recosía de vez en cuando y entonces él aprovechaba para insistir en su afán de casamentero:

—No te fijes en sus defectos físicos, me decía. Piensa en que si ha perdido un ojo y casi un brazo ha sido por defender a Cristo frente a los enemigos de la Iglesia. El ojo que le falta es una medalla al valor y una ofrenda a Dios, tenlo en cuenta, hija. Además, por mutilado, tiene su paga y el rebaño que cuida es suyo. Así que con él nada te va a faltar, y hombre más bondadoso y mejor cristiano no vas a encontrar.

Yo escuchaba y callaba porque sabía que todo lo que me decía era cierto, pero también sabía que no era suficiente. El empecinamiento de Elías venía de lejos, siempre estuvo enamoriscado de mí, bien lo sabía. Desde que perdió las ganas por ir al seminario y coincidíamos por la sierra, cuando yo subía a las parideras a llevar comida a mi padre, y él me miraba embelesado. Para quitármelo de encima le recordaba que tenía tres años menos que yo, y que para mí sólo era crío. Pero eso no le detuvo y años más tarde, siendo soldado, en medio del frío, los combates y las penurias del frente de Leningrado, seguía en sus trece. Me escribía cartas con letra torpe y trémula, hablándome de las bajas temperaturas y de la guerra. Incluso se llegó a hacer una foto vestido de uniforme y escribió una dedicatoria con letra temblorosa que decía: Para Florita, siempre tuyo. En el frente ruso, octubre 1942.  Nunca me la llegó a enviar, la guardó dentro de un misal durante diez años, hasta la víspera de nuestra boda, que me la entregó dentro del breviario. Era un buen hombre, se mereció una vida mejor.

Fueron siete largos años los que anduvo cortejándome, hasta que acabé cediendo y acepté ser su novia. Pero fui retrasando la fecha de la boda, porque no tenía prisa y seguía esperando a que Tomás Pedrales volviera a buscarme. Aun estando casada seguí esperándole, pero nunca volvió.

Tomasín, siempre quiso ser torero. Era hijo de don Joaquín, el médico del pueblo. Durante el invierno estudiaba interno en un colegio de Zaragoza y sólo nos veíamos cuando volvía por vacaciones. Él soñaba con salir en los carteles al lado de Marcial Lalanda y Domingo Ortega. No había fiesta torera, tentadero o encierro, en los que él no estuviera metido y más de una vez se echó al ruedo como espontáneo a la plaza de la Misericordia de Zaragoza. Decía que iba a ser el sucesor del zaragozano Florentino Ballesteros. La verdad es que tenía facha de torero: alto, delgado, con el pelo azabache y unas manos grandes de dedos largos y bien formados. Era el pequeño de cuatro hermanos, los mayores habían salido más estudiosos y tranquilos, así que el padre ya se sentía satisfecho con su prole y al benjamín le dejaba ir a sus anchas y ni siquiera le preocupaba que nos vieran pasear juntos por el camino de las eras. En cuanto podíamos nos escondíamos en el cuarto de la colada y nos besábamos torpemente, poco más nos hacía falta. Todavía hoy, cuando huelo la ropa recién lavada, me acuerdo de aquellas tardes candorosas y felices.

Tomasín nunca me prometió llevarme a conocer el mar.

Me hablaba de dehesas con toros bravos, del color dorado del albero o de los pases y lances que se realizan con el capote o la muleta. Él los simulaba para mí, citando gallardo, de frente y por derecho, a los imaginarios morlacos, que embestían dóciles a su llamada.  Pero sobre todo, me contaba, como si las hubiera vivido, las cogidas mortales de algunos toreros, como la de Joselito, la de El Malla, la de Ignacio Sánchez Mejías, o la del Litri, a quien un toro negro le hizo tan tremenda herida en la pierna, que se la tuvieron que amputar, y ni aun así consiguieron los médicos salvarle la vida. Pero sobre todo, me contaba la de Florentino Ballesteros, torero de arte y de valor, me decía, que con sólo veinticuatro años, el toro Cocinero le partió el pecho en la plaza de Madrid. A mí me fascinaba esa devoción que sentía por la muerte y como le brillaban los ojos cuando decía que su mayor gloria, sería la de morir en el ruedo, vestido de torero.

 

Pero en aquellos años fue otro toro el que nos envistió a todos. Tras el fracaso del Golpe de Estado, y a lo largo del verano de 1936, se formó una línea divisoria en Aragón entre las fuerzas sublevadas y las republicanas. A finales de agosto de 1937, se agudizaron las batallas en el frente de Belchite, muy próximo a nuestro pueblo. Don Joaquín, pensó que su familia estaría más segura en Zaragoza, donde ya estudiaban medicina sus hijos mayores; así que metió en su Ford a su mujer y a los dos pequeños y desaparecieron de madrugada, sin dejar más rastro que a su gata Misina maullando en la puerta del corral. El animal me conocía y me siguió dócil, me la llevé a casa y la cuidé y alimenté hasta que se murió de vieja, cumplidos ya los veinte años. La pobre gata también esperó inútilmente la vuelta de Tomasín.

La guerra nos derrotó a todos.

Cuando acabó la contienda, don Joaquín quiso volver al pueblo a ejercer de médico, pero no se lo permitieron. Para los vecinos, mis padres incluidos, no era más que un traidor y un cobarde. Tomasín, cuando se fue ya había cumplido los diecinueve años, demasiado viejo para triunfar en las plazas, pero no obstante, todas las tardes, antes del rosario, me acercaba por la casa parroquial, con la excusa de ayudar con la limpieza de la iglesia, y buscaba, en la sección taurina en El Noticiero, alguna referencia a Tomás Pedrales “Tomasín”. Nunca apareció ninguna.

Todavía vivía la gata cuando me casé con Elías. Fue una boda triste. Estábamos de luto por la muerte de su madre. No sé si fue por la rabia o por el congoja que le producía que yo fuera a convertirme en su nuera, pero el caso es que la buena mujer murió de un derrame cerebral unos meses antes de la ceremonia. A pesar del duelo, yo estrené el vestido de color marfil que me había hecho con una pieza de satén, que compró mi madre a un vendedor ambulante al poco de la guerra. Copié el modelo de una foto de Conchita Piquer que vi en un ABC. En el pueblo fue muy criticado porque, según las costumbres del luto, debía haberme casado de negro, pero yo tenía el vestido, y no iba a tener otra oportunidad de lucirlo. Lo había cosido despacio, pespunte a pespunte durante años, pensando en lucirlo con Tomasín a mi lado, vestido de corto.

Lo cierto es que era traje demasiado lujoso para una boda tan pobre. Mi madre mató un capón y vino un fotógrafo de Cariñena a hacernos una foto. Esa fue toda la celebración. No pudimos ir de viaje de novios, porque había que atender al ganado, pero en Navidad nos fuimos dos días a Zaragoza, a visitar a la Virgen y a ver, por primera vez, una película en tecnicolor. Elías estaba feliz, decía que no había podido llevarme a conocer la Barceloneta, como él quería, pero al menos habíamos navegado por las aguas del Pacífico a bordo de la goleta La Peregrina, viendo como Gregory Peck se enamoraba de una condesa rusa. Así era él, siempre buscaba el lado bueno de la vida. Tanta candidez y tanta mansedumbre me sacaban de quicio, pero la verdad es que me evitaba quebraderos de cabeza.

Nos hospedamos en una pensión de la calle Estébanes, detrás de la iglesia de San Gil. Tenía una estrecha escalera de madera de peldaños muy altos y desprendía un extraño olor mezcla de orines, guisos y desinfectante. La habitación era desangelada y fría, iluminada por una pequeña lámpara esférica colgada del techo, que daba una triste luz ambarina. La cama pequeña y muy incómoda, con un somier hundido que chirriaba al menor movimiento. Las sábanas estaban heladas, eran ásperas y las mantas olían a naftalina. Aquella noche no pensé en Tomasín, como hacía por costumbre. Cuando noté la cama crujir, cerré los ojos e imaginé que era el mismísimo Gregory Peck quien yacía conmigo y mansamente, mecidos por las aguas del Pacífico, engendramos a nuestra hija.

La niña nació en medio de una gran tronada a mediados de septiembre, cuando ya su padre yacía muerto en la sierra. El pueblo estaba en una zona de grandes tormentas. A mí siempre me asustaron. El temor me lo inculcó mi madre y a ella la suya, que había nacido en el Pirineo y contaba que las tormentas eran provocadas por los brujones y los demonios que habitan las montañas. Y algo de eso debe ser cierto, porque en el pueblo se recuerdan dramáticas, con grandes inundaciones, pedrisco y pérdidas de cosechas, pero ninguna como la de aquella tarde.

 

El cielo era de un plomizo gris azulado. Hacía mucho calor. Miré hacía la sierra y vi como dos relámpagos dibujaban culebrillas sobre la cima. Me santigüé esperando el enorme trueno y temblé al escuchar el seco estruendo producido en las nubes por la descarga eléctrica. En ese momento sentí la primera contracción. Me sujeté el vientre con las dos manos y un dolor agudo en la parte baja del abdomen me hizo encogerme. Volvió a relampaguear y volví a santiguarme, mientras mi madre sacaba de un cajón la vela que guardaba desde la misa de Pascua de Resurrección, y tal como le había visto hacer a la abuela, la encendió delante de la imagen de Santa Bárbara implorando su protección.

El aire era pegajoso y caliente. La tormenta no amainaba y yo temblaba con cada trueno. Estaba intranquila y sudaba. Me limpié la nuca y el escote con un pañuelito blanco y ahuequé la persiana para que entrara un poco de aire. Sentí otro dolor agudo y note como por mis piernas corría un líquido caliente.

—¡He roto aguas, madre! —grité asustada.

En aquel momento la tarde se iluminó por un enorme relámpago y a los pocos segundos un largo estruendo pareció que iba a sajar el cielo. Nunca lo supe a ciencia cierta, pero siempre he pensado que fue precisamente aquel rayo, el que mató a Elías y a sus ovejas. El parto me duró hasta media noche. La niña nació sana y fuerte en medio de un gran aguacero. Elías no volvió a casa.

Cuando amaneció, mi padre y mi hermano lo fueron a buscar a través del lodazal. Lo encontraron sin vida, medio enterrado en el barro, a cien metros del muro de la paridera, mientras Tom, el viejo perro ovejero, gemía a su lado y le lamía la cara para despertarlo.

A mi niña la llamé Marina en honor de la condesa Marina Selanova, de la que se enamoraba el capitán Jonathan Clark, en un café de Alaska.

—Con lo que le gustaba el mar  a su padre le hubiese gustado llamarla así- me dijo el cura.

Entonces me di cuenta que tampoco para elegir el nombre había pensado en él, pero era cierto, a Elías le hubiese gustado mucho que su hija se llamara Marina.

Al día siguiente me levanté tambaleante de la cama para ir a su entierro, convertida para siempre en la viuda del divisionario. Aquel suceso se convirtió en parte de la memoria colectiva de mis vecinos y ahora, sesenta años después, todavía me señalan como la mujer a la que un rayo dejó viuda mientras paría a su única hija.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies