CHESTERFIELD SIN FILTRO
©Pilar Aguarón Ezpeleta

El día que murió doña Jovita, escuché a Manuel Fraga decir que el gobierno decretaba el estado de excepción, para evitar que la juventud fuera empujada a una orgía de nihilismo y anarquía.

Tuve que buscar en el diccionario lo que significa nihilismo. Ella hubiera pensado que al menos esta tropelía había servido para que yo aprendiera una palabra que no olvidaré nunca.

Fue mi profesora de literatura. Parecía una mujer endeble, a punto de quebrarse. Rondaba unos sesenta años, pero tenía el aspecto de una anciana agotada.

Eran malos tiempos para los insubordinados, pero ella, pequeña y frágil, nunca se dejó acobardar. La veía llegar caminando a paso lento, con la respiración entrecortada, cansada, débil. Parecía que las fuerzas no le fueran a resistir. Corría el rumor de que era lesbiana y, por supuesto, roja. Pero lo que yo creo, es que simplemente era un espíritu rebelde y libre.

Tenía la mirada triste, como si arrastrara una decepción que le durara años y una tos seca y perruna, por culpa de su afición al tabaco. Si estaba sentada mucho rato empezaba a toser, por eso impartía las clases apoyada en el radiador de la calefacción, con la espalda pegada al cristal de la ventana y con la cabeza echada hacía atrás. Su rostro enjuto, apagado, surcado de estrías y con unas profundas ojeras moradas, lejos de producirme temor, me provocaba una ternura infinita. No paraba de fumar, tenía las yemas de los dedos amarillentas por culpa de la nicotina. Sacaba su paquete de Chesterfield sin filtro y encendía un cigarrillo tras otro. Guardaba la ceniza y las colillas en una cajita de latón, que llevaba siempre en el bolsillo y que usaba de cenicero.

A pesar de su aspecto enfermizo y agotado, tenía una voz sensual y cálida, si no la mirabas, la imaginabas robusta, poderosa y segura de sí misma. Era maravillosamente anárquica e imprevisible. Nunca seguía el programa, ni se preocupaba por las normas, sólo pretendía que aprendiésemos a amar, a disfrutar con los libros y la lectura.

A veces se le olvidaba que era una escéptica descreída de vuelta de todo, y nos incitaba a la rebeldía y al inconformismo. Nos decía cosas que entonces no entendíamos y que sólo servían para que hiciéramos chanza sobre ella y sus extravagancias, como cuando un día, en que hizo una pausa, se encendió un cigarrillo y nos espetó:

—Sepan ustedes, niñas felices, que las mujeres en España no somos mayores de edad hasta los veintitrés años, dos años más tarde que los hombres. Y que sus madres no pueden viajar, ni abrir una cuenta en el banco por ellas solas, que necesitan el permiso de sus padres o de sus maridos hasta para respirar. Estoy segura de que ahora esto se lo traerá al fresco y que sólo servirá para que se mofen de mí, y no les faltarán motivos para ello, pero recuérdenme cuando lo entiendan, porque ya será demasiado tarde.

Doña Jovita hacía tiempo que había perdido la fe en casi todo, pero durante unas semanas, cuando ya acababa el curso, noté un leve brillo en sus ojos. Fue durante los días rabiosos del Mayo Francés, aquel sueño revolucionario que terminó en nada. Venía a clase y como primer saludo nos daba el parte del día anterior, sin explicar a qué se refería, era un desahogo personal que no podía reprimir:

—Sepan ustedes, niñas felices, que desde el último día de clase, cuatro estudiantes han sido condenados a dos meses de cárcel y otros cinco mil se han dirigido a la Sorbona gritando “liberad a nuestros camaradas”. Que ya son diez millones los huelguistas y están empezando a racionar la gasolina y no funciona el correo, ni los trenes, ni los aviones, ni el metro.

Nosotras, dulces criaturas burguesas de clase media, la escuchábamos sorprendidas, excitadas y curiosas. Dos veces por semana nos fue haciendo la crónica de los sucesos de Francia. Cuando volvimos en septiembre, entró en el aula recién pintada, nos miró buscando rostros conocidos, se encendió su Chesterfield sin filtro, saboreó dos largas caladas y nos dijo con voz resignada:
—Les informo que desde el último día de curso poco ha cambiado la vida: sigue la guerra en Vietnam, De Gaulle ganó las elecciones, las tropas soviéticas invadieron Checoslovaquia , Pablo VI publicó una encíclica y a Franco se le ha visto navegando tranquilo a bordo del Azor, por las costas gallegas. Y por si eso no bastara, el médico me acaba de decir que mi enfisema pulmonar va de mal en peor, así que si quieren cambiar el mundo, tendrán que ir pensando en hacerlo por ustedes mismas.
Apagó la colilla en su cajita de latón y murmuró:
—Aunque mirándoles, me parece que el tiempo de los héroes no ha llegado todavía.
Aquellas primeras semanas de otoño fueron maravillosas. Cuando empezaba su clase, nos hacía retirar los pupitres y nos sentábamos en el suelo haciéndole corro. Parecía ser consciente de que le quedaba poco y nos había elegido a nosotras para pasarnos el testigo de lo que ella tanto había amado: leer.

—Acérquense a los libros sin miedo. Aprendan, aprendan, porque sólo saber les hará libres- nos decía.

Era fácil aprobar el último curso con ella, porque hacía un único examen final y siempre ponía el mismo, año tras año, desde que empezó a dar clases en 1934: Mujeres escritoras del Renacimiento y Siglo de Oro español y un comentario de texto sobre La Regenta.

Siempre era así, y desde el primer día sabíamos que tendríamos que nombrar a un montón de monjas que escribían encerradas en sus conventos.

Pero aquel año, doña Jovita no puso el examen final.

El otoño fue especialmente crudo. Una mañana apareció en clase tiritando y más demacrada de lo habitual. El fuerte cierzo hacía vibrar los cristales y se colaba por las hojas de las ventanas mal ajustadas. Se subió el cuello del abrigo y se encendió su Chesterfield sin filtro, dio tres o cuatro caladas, muy despacio, saboreándolas como si fueran a ser las últimas de su vida. Guardó, como hacía siempre, la colilla y los restos de ceniza en su cajita de latón y se sentó encogida en la tarima o quizá se dejara caer, porque apenas se tenía en pie.

Se notaba que cada vez hacía mayor esfuerzo para respirar, la fatiga la ahogaba. Nosotras esperábamos que nos hablara de las revueltas estudiantiles que habían empezado en Barcelona, unos días antes, y que luego se contagiaron al campus madrileño, pero ni las mencionó. Solamente sacó un viejo libro de su bolso y se puso a leer con una voz apagada, apenas audible. De repente dejó de leer, levantó la cabeza y apenas musitó:

—Señoritas, La Regenta sí que va a salir en el examen.

Luego, con un movimiento leve de la cabeza, nos señaló la puerta para que nos marcháramos. Lo hicimos en silencio, ordenadamente. La dejamos sentada en la tarima, encogida, protegida por su viejo abrigo de lana con cuello de astracán, respirando fatigada. Aquel día no me pareció tan vieja, ni pequeña, ni huesuda. No sé cuánto tiempo permaneció sola en el aula. Alguna compañera fue avisar a la dirección de que doña Jovita no se encontraba bien. Ya no la volvimos a ver.

Cuando regresamos después de las vacaciones de Navidad seguíamos sin clase de literatura. A mediados de enero el estudiante Enrique Ruano se cayó desde un séptimo piso mientras era custodiado por la policía, y en Madrid se vivió una de las manifestaciones más numerosas que se conocieron desde la guerra civil, pero ella no estaba para contárnoslo.

Cuatro días más tarde sus pulmones no aguantaron más y dejaron de respirar, casi a la misma hora en que la voz rotunda de David Cubero, anunciaba en el telediario que el gobierno, en reacción a la creciente agitación estudiantil, decretaba el estado de excepción por tres meses.

Supongo que ella nunca se llegó a enterar. Mejor.

Una semana después, su plaza fue cubierta por una joven profesora recién licenciada, resabiada y cursi, de la que no aprendí nada y de la que, por más que me esfuerce, no soy capaz de recordar ni su nombre.

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