NAVAJAS DE CRISTAL, LABIOS DE FUEGO
© Amando Carabias María

Cuando te fuiste, nunca pensé que olvidaría tan pronto la temperatura de tu piel, ni el peso de tus pechos sobre la cuna de mis manos, o el olor con el que impregnabas cada uno de los rincones de la casa. Cuando te fuiste, detrás de la frustración regalada por mi impericia, nunca pensé que olvidaría tan pronto el ritmo de tus pasos sobre la alfombra. Cuando te fuiste, harta de esperar alguna sonrisa, o alguna caricia, más allá de las rituales e innecesarias, no pensé que tu estatura se me perdería en el borde rojizo de la tarde, o el volumen de tu silueta se esfumaría junto a la sombra larga del ocaso. Cuando te fuiste, no intuí que el sonido de tu voz se desaguaría tras un torrente de olvido.
Cuando te fuiste, sin embargo, esos ojos que tanto anhelaron mi presencia —más allá de la corporal—, se alojaron dentro de mis latidos como saetas disparadas con puntería infalible. Se me clavaron tus ojos como navajas de cristal, me besaban tus ojos como labios de fuego, cuando te fuiste. Nunca pude vaticinar semejante acontecimiento.
Sólo cuando te fuiste, al escarbar angustiado en mi recuerdo, descubrí que en tus ojos flotaba la espera, haciéndose luz en tu vislumbre. Sí, querida, sólo cuando fuiste ausencia, comprendí que cada día tus pupilas se revestían con la túnica de la paciencia recién lavada y planchada para regalarme una nueva oportunidad y otra y otra y otra. Yo llegaba cada noche, henchido de los acontecimientos que el mundo ha dictaminado como trascendentales, y no comprendía el significado de tu avizorarme continuo y paciente. Sólo estaba pendiente de lo que me dijeran los de fuera, de sus palmadas en la espalda, de sus billetes en la cuenta corriente, de sus saludos por la calle principal a la hora del vermut, de sus cuerpos conquistados a traición y con engaño…
Nunca te conformabas con las apariencias, sino que escrutabas el contenido de mis pensamientos. Y cada noche, después de acercarme al dormitorio para desnudar mi cuerpo y ponerme armadura en el corazón, comprendías con dolor, tras esa inspección morosa y detallada de tus pupilas, que había retornado el mismo pedazo de piedra que te acompañaba a diario un puñado escaso de horas. Un ser que enmudecía, ensordecía y enceguecía a tu costado. Cuando aún no te habías ido, no advertí que tu mirada conjugaba al verme todos los matices que el diccionario otorga a la acción y efecto de poner los ojos sobre algo o alguien, en este caso sobre mí. Un esfuerzo titánico que nunca intuí, pues creía que aquel papel firmado era como haber adquirido el derecho a gozar de tu eterna presencia a mi lado.

Tú, mirada alerta; yo, ceguera…

Hasta que te hartaste.

Cerraste la puerta para siempre. Detrás de ti, salvo el eco de tu perfume (que también he olvidado) y una nota con una frase (“No te molestes en buscarme, porque nunca me encontrarás”), únicamente dejaste, como alboroto de luz, tu mirada, que, desde entonces, llevo incrustada como si se me hubieran clavado en el corazón un millón de esquirlas o como si se me hubieran prendido labios de fuego que me besan sin cesar.

¿Sabes, querida…? Al principio creí que ese recuerdo era un veneno lento que me destruiría, como un asesinato en la distancia que ninguna Policía podría detectar o calificar como sustancia mortífera. Sin embargo, con las semanas o los meses, comprendí que, a pesar de tu huida (que no te puedo reprochar), aún quisiste permanecer a mi cuidado. No será amor el rastro de tus pupilas en mi memoria, pues me encargué con mi torpeza y mi traición de apagar la hoguera que una vez quizá existió entre nosotros, pero al menos será rescoldo donde se evapore el hielo de la soledad.

¿Sabes, querida…? Cuando llego a casa, al prender la luz de la entrada, me doy cuenta que me espera tu mirar. Como revoloteo de pájaros, están ahí tus ojos, y ellos me sirven para acompañar a la soledad. Ahora no enchufo la televisión, ahora te cuento (o cuento a tus ojos) las cosas del día. Ahora no revisto mi corazón de coraza y yelmo.

Cuando te fuiste, se me clavaron tus ojos como navajas de cristal.

Como labios de fuego, me besaban tus ojos, cuando te fuiste…

Cuando te fuiste, no comprendí que la mirada es el cauce por donde transita la vida, o su esencia, al menos.

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