A PESAR DE TODO

Anabel Consejo/Pilar Aguarón Ezpeleta/José Antonio Prades.

La lluvia le hace sentirse viva, todavía. El frío, el agua, el sonido rítmico de las gotas la acompañan y, por unos instantes, ahuyentan la soledad. Inmediatamente, pensó en Gene Kelly completamente empapado y cantando. Woody Allen declaraba visionar la película una vez al mes para subir su estado de ánimo. Una alternativa mucho mejor que las malditas pastillas. Tal vez si ella hubiera seguido esta recomendación no hubiera terminado así. Qué diferentes hubieran sido las recetas: Ver “Cantando bajo la lluvia”, dos veces al mes; si prosigue el abatimiento complementar con “Tienes un mail” y, si los síntomas arrecian, “Amélie” tantas veces como sea necesario. Seguro que unas palomitas, una Coca-Cola, un paquete de pañuelos de papel, una mantita y el sofá hubieran sido unos estupendos complementos. Pero la desidia había traspasado la frontera, se había adueñado de todas sus fuerzas, de todo su cerebro y únicamente podía pensar en una cosa. No encontraba sentido a nada, el mundo era un estercolero con algunas lucecitas que, cuando intentaba alcanzar, se desvanecían burlándose de ella por haber sido tan ilusa de creer que, alguna vez, pudiera cobijarse bajo su suave brillo. Ya no albergaba deseos. Los pocos que hubiera podido tener se habían atorado en el lodo de la humillación, de la mentira, de la decepción.
Camina sin rumbo fijo, aunque las piernas saben perfectamente hacia dónde se dirigen. La luna, envuelta en nubes lluviosas, se ha convertido en su aliada silenciosa pues la protege de miradas que, temerosas de constiparse, se esconden en sus tibios hogares o en portales extraños con tal de librarse de la humedad. Alejandra los percibe como unos ilusos que se consideran conocedores de la verdad, ciegos incapaces de verse como víctimas propiciatorias de cualquier ser despiadado, del tiempo inexorable y de la soledad irreductible. Hechos imposibles de evitar, tanto como querer preservarse de un aguacero.
Ha llegado, lo sabe porque las exhaustas piernas han parado. El silencio sería absoluto si las gotas no entonaran su cadenciosa melodía.
Empuja el portalón de hierro y cristales. Tiene que hacer un enorme esfuerzo para que se abra, le pesa como una losa. Se queda quieta mirando la enorme y vetusta escalinata de mármol blanco. Hace más de cinco años que no pisa el portal. Antes de dar un paso más, se cruza las solapas de la gabardina y se ajusta la bufanda al cuello, pero está empapada y unas gotitas heladas se le cuelan piel abajo. Su cuerpo tiembla destemplado. En ese momento siente unas enormes ganas de darse la vuelta y de marcharse por donde ha venido, de salir corriendo a pesar de sus ya exiguas fuerzas. No sabe de dónde va a sacar el valor para tocar al timbre y volver a enfrentarse a ellos.
Alejandra siempre lamentó pertenecer a esa familia, tan fría, tan pendiente de las normas sociales y del qué dirán, incapaces de condescender, ni de transigir en nada, dueños como se creen de la verdad absoluta.
Miguel, el portero, ha visto entrar a alguien que se ha quedado inmóvil en el portal y le ha inquietado. Sale de su garita y se tranquiliza al ver una cara conocida.
—¡Señorita Alejandra, cuánto tiempo sin verla! Me ha asustado, ¿sabe? He pensado que sería uno de esos pordioseros que en cuanto me descuido se cuelan para subir por los pisos a pedir, son unos jetas, y luego los vecinos se enfadan conmigo.
Miguel la ha reconocido enseguida a pesar de verla tan pálida y desmejorada. Ha recordado a la jovencita del quinto derecha, siempre tan guapa, tan bien vestida, tan alegre, con aquellos enormes ojos color café y aquella melena brillante y negra siempre perfectamente peinada. El portero se acerca a la chica y ve que sus pies están dejando un cerco de agua sobre la alfombra.
—¡Pero si está usted empapada! —Alejandra ya no lo oye, su mirada se ha clavado en la puerta del ascensor y su respiración se ha acelerado—. Sus padres están arriba, señorita.
Huele igual que siempre, al calor de hogar que durante su niñez sentía cuando subía en el ascensor; después, nada más entrar al piso, corría hacia regazo de su madre y besaba sus pálidas manos. Ella vivía postrada desde cinco años atrás, desde que el marido expulsara a la hija para siempre, porque no pudo superar la deshonra, la humillación de que todo el edificio se enterara de su forma de vida contraria a la decencia y a las buenas maneras.
Se estremece con el ruido de parada. Entra despacio, asentando sus pisadas, saboreando ese vaivén que en tantas ocasiones había provocado ella misma para enfadar a su madre. El trac-trac del arranque la sume en un tornado de sensaciones, vahídos, escalofríos, desazón. Y sin embargo, quiere llegar adonde viven los únicos seres que deben escucharla. Durante el lento trayecto, Alejandra recuerda su tiempo de infancia, la autoridad de su padre, la desconfianza de su madre y aquella conversación reveladora en la que se atrevió a contar su secreto. Cierra los ojos al evocar la incomprensión, el desprecio, los insultos y la despedida para siempre.
Ahora, tres meses después de que Rosana se estrellara en una curva escondida, no puede soportar el vértigo de la muerte y acude al único lugar donde alguna vez, muy lejana ya, pudo encontrar cobijo. Quiere hacer partícipes a quienes la criaron de lo que Rosana ha significado para ella, de la luz que ha dado a su vida, de la confianza de vivir según los dictados del corazón y no de las reglas obsoletas de un grueso libro manido y apolillado. Quiere explicarles lo maravillosa que era, mostrarles fotos de su belleza, de su sonrisa, decirles lo mucho que la amaba. Desea hacerles comprender que no espera que la entiendan, pero que necesita que la escuchen, que aún pueda apreciar en ellos algo de aquel cariño que una vez la tuvieron. Porque ellos son la única ancla que puede amarrarla a la vida, a pesar de todo.

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