CÓLERA
©Pilar Aguarón Ezpeleta

Y llegó el cólera.
Dario es ahora para mí sólo un vaho gris, una mezcla amarga de rencor y melancolía. Una historia desoladora, el retrato de una decepción.
Quizá debería recordar sus manos. Me gustaban sus manos, cuidadas y viriles, con aquellos dedos largos y las uñas brillantes. O sus ojos pardos, de largas pestañas negras y aquella risa alegre y contagiosa. Todo ha desaparecido.

Hoy no soy capaz de dibujar sus facciones, se me han difuminado. Pero lo que sí recuerdo es su sexo y su afán dominador. El placer que sentía por verme sometida. Por arrastrarme a su juego. Me seducía, me conseguía y me abandonaba. Una y otra vez, en un devaneo morboso, humillante e insoportable.
Lo conocí a principios de los setenta, durante la epidemia de cólera que comenzó en la ribera del Jalón y que se propagó hasta Zaragoza.

Se formaron largas filas, bajo un sol de justicia, para poder ser vacunados. En uno de los dispensarios que había habilitado el Gobierno lo conocí. Estudiaba medicina y tenía como misión explicar las medidas básicas de profilaxis:
— Dos gotas de lejía por cada litro de agua y hay que dejarla reposar un par horas antes de usarla.
Repetía pacientemente como un autómata. Al llegar mi turno, sin mirarme, me entregó una cuartilla multicopiada y me dijo:
—Si consumen frutas deben pelarlas antes de comerlas y las hortalizas deberán ser lavadas abundantemente con agua, de la misma que utilicen para beber. ¿De acuerdo?
—Claro- respondí.

Entonces levantó la vista, me miró y sonrío. Yo también lo hice. Me pareció el chico más guapo que había visto en la vida. Dos días después coincidimos en una cafetería que había en la calle Dato, fui yo la que me acerqué a saludarle.
Aquella noche me besó. Me gustó tanto, que se desencadenó en mí el deseo absurdo y pueril de una historia romántica con final feliz. Yo era demasiado joven y demasiado engreída para darme cuenta del barrizal en el que me estaba metiendo.

—Ya te llamaré- me dijo al despedirse.

Y esperé, impaciente y dócil.

Así fue siempre nuestra relación: Darío tocaba el son y yo bailaba a su antojo. Nos veíamos cuando él decidía y mientras tanto, yo esperaba.

La primera vez que me citó lo hizo en la puerta de un cine, una tarde de finales de julio. Tuve que esperarle durante más de media hora, estoy segura de que se retrasó a posta, para marcar el terreno y sentirse poderoso. La gente entró y yo me quedé de pie junto a las taquillas como un pasmarote, esperando dócil, resignada y ridícula.

De sobra sé que pude marcharme, pero elegí esperar.
Aquello no podía acabar bien.

Le vi acercarse desde el otro lado del paseo, caminaba despacio, como si no tuviera prisa por llegar, vestía una camisa azul y un pantalón vaquero. Cuando llegó no puso excusas, no le hizo falta, ni me dio explicaciones.

Sonrió complacido y me dijo:
—Sabía que no serías capaz de entrar sin mí.

Me cogió de la mano y me besó la palma. Creo que esa fue la única vez en que me hizo feliz.

A partir de entonces quedábamos cuando a él se le antojaba, el “ya te llamaré”, era algo más que su frase favorita, era la soga invisible con la que me controlaba. Tenerme en vilo fue desde entonces su juego preferido, disfrutaba sabiéndome impaciente, hacía de mí cuanto se le antojaba, me hipnotizaba con su sonsonete, como si fuera un encantador de serpientes en una callejuela de Jaipur.

Solíamos ir al cine, a la sesión de las cinco. Nos besábamos y acariciábamos en la oscuridad de la sala, luego nos íbamos cogidos de la mano hasta acabar en el parque. Insistía en que me quitara la ropa y me tendiera sobre la hierba, le excitaba la idea de que nos sorprendieran desnudos, practicando el sexo. Yo no disfrutaba, me sentía incómoda e insegura, pero cedía sólo para retenerlo y para estar a la altura de sus deseos.

Dicen, que la primera vez es la que se recuerda, debe ser verdad, porque yo no he olvidado aquella tarde tumbada sobre la hierba, nerviosa, incómoda e insegura, con unos guijarros clavados en la espalda y rogando al cielo que aquello terminara cuanto antes.
Era agosto, hacía mucho calor, pero yo tiritaba mientras me limpiaba la sangre con un pañuelito que llevaba en el bolsillo.

Darío se subió los pantalones y me dijo:
—Espero que no seas de las que se preñan a la primera.

Afortunadamente no lo fui, y la verdad es que jamás nos vio nadie, o al menos nunca lo supimos, pero a él sólo le excitaban las situaciones extremas. Le gustaba el sexo en lugares públicos, en los retretes de los bares, en los portales, en la ribera del río. Me obligaba a lamérsela en el cine y en la media luz de los parques. Me propuso hacerlo en un confesionario, pero por ahí no pasé. Tuve que aguantar que me llamara mojigata y estrecha. Estaba tan enojado que no quiso acompañarme a casa, y terminé sollozando en un banco del paseo, procurando que se me pasará el berrinche, para evitar que se enterara mi madre.

Tanto poder tenía sobre mí, que recordarlo me duele. Pero así era. Me cuesta reconocerme en aquella chica sumisa y complaciente. Después de lo del confesionario estuvo varias semanas sin llamarme, tantas que hasta creí que había llegado el final.

Un día de otoño, con el comienzo del curso, me volvió a llamar. Lo hizo como si nos hubiésemos visto la tarde anterior. Me citó en la habitación del colegio mayor donde residía. Me dijo que subiera directamente hasta su cuarto.

Estaba prohibido recibir visitas femeninas, pero la posibilidad de ser pillado in franganti era lo que más le excitaba. Tardaron, pero lo hicieron. Nos veíamos dos de veces por semana, ahora sé que la razón de tanto encuentro era para tentar a la suerte, para provocar el conflicto.

El conserje, aunque alguna vez me vio pasar, nunca dijo nada para no meterse en líos, pero a Dario le gustaba provocar y alardear de aquellos encuentros prohibidos. El bedel, temeroso de que su manga ancha acabara perjudicándole, una tarde, cuando estábamos desnudos en la cama, escuchamos unos golpes en la puerta de la habitación y una voz agriada que gritaba:
—Sé que en la habitación hay una señorita, si no sale en cinco minutos avisaré a la policía.
Dario eyaculó de la excitación que le produjo. Creo que fue el orgasmo más placentero que tuvo en mi compañía. Yo estaba asustada, de eso sí que me acuerdo. Me vestí deprisa y salí de la residencia lo más dignamente que pude.
Él ni se movió. Todavía resuenan en mi cabeza los golpes secos y la voz airada del portero.

Aquella noche ni cené, puse una excusa y me acurruqué en el sillón al lado de la gata, me encogí como ella, esperando que el tiempo lo arreglara. No lo comenté con nadie, pero al día siguiente lo sabía toda la facultad, porque él estuvo contándolo divertido en el bar.
Aquello me desquició. Me volví desconfiada y absurdamente promiscua. Me enseñó a sacar lo peor que había en mí. Construí una espesa tela de araña urdida de rabia y de resentimiento, profundamente autodestructiva.

Me resultaba muy fácil conseguir sexo, era joven, guapa y cuando me apetecía, amable.
Los conocía en los bares que frecuentaban los universitarios, en la biblioteca o en la hípica, cualquier lugar era bueno.

Me acostaba con ellos y misión cumplida.

Nunca repetía, aunque ellos insistieran. Les hacía creer que eran únicos y especiales. Aprendí lo fácil que era fingir.

Mi único propósito era sumar amantes, como si eso sirviera para compensar mi frustración y mi dolor.
Al principio, incluso, los iba anotando en una agenda. A veces había más de un nombre en el mismo día. Pero me aburrí de llevar la cuenta. Fueron muchos, sin duda demasiados. Nunca tuve un orgasmo, sólo los fingía, era fácil, igual de sencillo que enmascarar los sentimientos.

Ellos no se daban cuenta porque estaban predispuestos a creérselo todo, por engrosar su frágil ego. Por eso se sorprendían cuando yo no quería repetir, les decía que había sido un error y que aquello no debía haber pasado nunca.

Era divertido hurgar y sacudir sus remordimientos, todos, sin excepción, acababan sintiéndose responsables, confusos y hasta fracasados. ¡Eso me gustaba!

Encontraba un placer especial cuando me acostaba con los novios de mis amigas y más aún cuando lo hacía con sus padres.

Mirarlos a la cara al día siguiente, y notar como se creían culpables y mezquinos, era una sensación de poder absoluto.

Sabía que ellos callarían, y aún estoy segura de que hoy cuando me recuerden, seguirán pensando que fueron una excepción, una experiencia única en mi vida.

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