El hombre de camisa blanca y pies descalzos de Pilar Aguarón Ezpeleta.
Editorial La fragua del trovador, Zaragoza, 2020 152 páginas
por José Carrasco Llacer
DESECHOS
La lectura de la última novela de Pilar Aguaron Ezpeleta suscita perplejidades turbadoras al sacar a la luz las peores pasiones manifiestas de los Arteaga. Es parte de la historia de una familia inquietante y aparentemente tediosa que va desde antes de la guerra civil española, sus postrimerías y sus consecuencias en el tardo franquismo en una ciudad como Zaragoza, tan circunspecta hasta el paroxismo ––valga la contradicción––, en la que la arrogancia y la soberbia de ciertas familias sin ninguna ambigüedad debían ocultar cualquier atisbo de miseria moral.
Pilar Aguarón afronta con tino y fineza, paradójicamente con apenas contención, un tema que, desde la mitología clásica, pasando por el Evangelio de San Juan hasta el Ulises de James Joyce resulta sustancial en la literatura: la pérdida, la transformación y el regreso del hijo.
Dominada Dorotea por una madre desnaturalizada en funciones que recuerdan, además de Lady Macbeth o Miss Havisham, la figura mozartiana de la Reina de la noche, y que encarnan en el talante más negativo del paradigma materno lo recóndito, la oscuridad y el abismo, capaz de provocar la destrucción por su conducta desmedida y terrible, aderezado todo ello, en este caso, con los consejos de su confesor, como otras falanges disparatadas e irracionales, reminiscencias de un Mosén Millán de Ramón J. Sender pero con mayor perversidad, y marcada, a mayor abundamiento, por la señal del infortunio, incapaz de agarrar al destino de frente, se pliega al sino de la familia, sin promesa alguna de felicidad.
Su vida, abortado todo “eros” explícito y establecida una compleja trama triangular en la relación familiar, se convierte en un melodrama sobre el que no cabe fantasear, mientras la mala muerte aparece como una constante en las mujeres de la familia Arteaga, capaces de aborrecer el contacto con el género humano. Si la muerte campa ostentosa, no cabe preterir una pulsión erótica implícita en la raíz del fracaso de todas ellas. Dorotea es el mejor testimonio. Siempre “tánatos” y “eros” en la mejor literatura y un acierto muy inteligente en esta postrera novela de Pilar Aguarón.
A mi entender, hay un personaje que es la piedra clave sobre la que descansa el entramado arquitectónico del relato. Abel que transita por el mundo de los Arteaga sin más problemas que los estrictamente necesarios, de manera espontánea y sin artificios heroicos en la renuncia, debe quedar en el anonimato, en un refugio de silencio donde la pintura es salvífica. Todo queda subordinado a esa entrega tan solo motivada por el devenir de su hijo. Será lo único que podrá dar sentido a su vida y hondura a su pintura. La conciencia del fracaso fecunda toda su obra pictórica, hasta el punto de que a su lienzo más predilecto lo titulará: “Desechos”.
La última parte de la novela vuelve al mito. Si el grano de trigo no muere no hay resurrección. La pintura de Abel Arteaga es la expresión natural de ese fracaso que debe trascender y será arte. La huida del hijo, expresión de un rechazo del cosmos familiar, es solo una solución trágica inadmisible. La ausencia y el sufrimiento compartido puede parecer el principio de la catarsis, la única manera de superar el mal fario de los Arteaga, pero no redime. No hay paz para el huido ni en las antípodas del mundo ni con el paso de medio siglo. Es el regreso del hijo que promoverá la “falsa” madre, una vez conversa, lo que libera, mediando el arte, a los futuros Arteagas. El regreso triunfante del hijo corresponde al afán pictórico del padre y a la manumisión de la “madre”. Resulta muy clarificadora la rotunda afirmación del nieto del pródigo: “No soy de allá. Soy de aquí. Un Arteaga”. Otro Arteaga nuevo y distinto. La metáfora es preciosa.
La contraportada del libro de Pilar habla de una “aguaronada”, lo que suscitó en mí una sonrisa. Parecía como si, con tal adjetivo, se quisiera dejar en justos límites un texto escrito a vuela pluma al modo en que un pintor esboza con dos trazos rápidos una idea, más que singular, solipsista. Ciertamente, Pilar Aguarón sabe de ello. Pero, si una “aguaronada” es un texto objetivo, conciso y elegante, si su pluma disecciona con pleno conocimiento la mente de los protagonistas y nos traslada sin argucias sus dilemas emocionales, si nos conmueve y nos violenta cuestionando nuestras convenciones, una “aguaronada” es una garantía que incita a leer su novela con entusiasmo porque el lector siempre recibirá más de lo que espera. Me encanta el término para definir un estilo.
© jcll. Febrero 2020