EL RETRATO DEL INFIEL
© Eugenio Mateo Otto

La campana, con su tañer de bronce, derramó sobre la ciudad dormida doce sonidos, que acabaron en el asfalto desierto o sobre los arbustos de los jardines y se disiparon a través del sobresalto ambarino de los semáforos. El bisoño que vino al mundo después del último tañido, se puso su disfraz de madrugada y espero su hora con paciencia de horas.
En la calle apenas iluminada, se movió una sombra con silueta jorobada, que cuando un reflejo fugaz permitió ver su contorno, mostró a la bestia con cuerpo de hombre y cabeza de fardos de cartón, arrastrando un saco medio lleno. La sin par figura desapareció en la oscuridad de los portales y la calle quedó desierta de nuevo.
Una camioneta llegó de pronto y varias sombras más salieron del vehículo para cargarlo con los bultos de cartones, muebles viejos y desechos imposibles. Cuando hubieron acabado la faena, volvieron todos a bordo y como una nave fantasma, se alejó con los faros apagados.

Por la mañana no quedaron rastros inútiles taponando las aceras.

En el poblado de chabolas, las primeras luces saludaron la llegada del viejo trasto cargado del botín de los que no tienen nada, salvo lo que nadie quiere. Una pareja joven y cuatro críos de diferentes quintas se bajaron y echaron un vistazo al montón abigarrado que traían, antes de descargarlo, pues la tarea sólo había hecho que empezar. Como siempre, notando las punzadas del cansancio, no le dieron tiempo a quedarse…
Varios montones formaron una barricada delante de la casucha de hojalata y el padre empezó la tarea de análisis, que sus ojos expertos conocían bien ante el valor posible de aquellos restos. En uno de los montones, el de los muebles, vio enseguida un marco al revés y lo cogió, dándole la vuelta. Era un cuadro, pero el hombre no mostró emoción alguna al intentar asignarle un precio para el rastro. Se acercó su mujer y quiso ver la pintura, pero el gesto dejó claro que no le gustaba.

-¿Te gusta para el retrete?- le preguntó. Ella se rió despectivamente.- ¿para el que nos compraras cuando te hagas rico? Jajaja-

Aun así la tela enmarcada fue a dormitar a un rincón de la chabola y sus habitantes, terminado el trabajo después de varias horas, se echaron, todos juntos, sobre un jergón sin patas, con un leve colchón que les supo a gloria. Las rendijas de aquella casamata no daban abasto, con tanta luz como se les colaba, pero la paz del pobre es el cansancio y éste no entiende de penumbras.
En el rincón, desde un rostro pintado sobre el cuadro, unos ojos de barniz brillaban con tristeza.
En el rastro estaban a la venta hasta los anhelos y los mirones rebuscaban en busca de la ganga en los puestos de trastos viejos, aunque algunos tuvieran pedigrí de antigüedades. En su tinglado, Juan el Merchero, tuvo cuidado en que todo estuviera desordenado en el caos de reclamos insólitos, cuyo valor dependía del curioso que se acercara, porque las caras sólo son reconocidas por los que vienen de la escuela de la calle y del verdadero interés de comprar algo que llevara escrito sobre ella. Colocó el retrato en un sitio poco preferente, quitándole importancia, para provocar que alguno preguntara. Nadie de los que se interesaron estaban realmente interesados y el retrato de aquel hombre joven se pasó la mañana sin ser deseado. Ya casi a mediodía, a punto de recoger, los vendedores, una mujer con unas enormes gafas negras, se detuvo frente al puesto pero sobre todo frente a la pintura. El Merchero hizo como que no la vio y con el rabillo del ojo no perdió detalle.

Ella estuvo un largo rato contemplándolo, buscando confirmar sus emociones, sumergida en esos ojos tristes que parecían devolverle la mirada. Al final, le preguntó al hombre cuánto valía.
Juan desplegó su mejor sonrisa y el brillo sobre un diente hizo desconfiar a la mujer.- Mira, señora, es un cuadro “mu güeno” que me ha vendido la viuda de un notario. Era de su familia pero la “probe” no quiere recuerdos malos.- Ante la mirada de impaciencia de la clienta, resumió su perorata.- Son veinte mil duros, por ser usted una señora elegante-

-Le doy trescientos euros. Ni uno más.- Soltó con prisa ella y Juan estuvo seguro de que podría haber pedido más, pero la hora, el calor y la necesidad, le hicieron generoso. El cuadro cambió de manos y la que le ofreció el mercachifle quedó suspendida en el aire, pero sólo un momento.

Lo primero que hizo la mujer de las gafas negras fue buscar la firma del autor y como no tenía, miró el reverso y encontró el nombre de la pintora y de la obra escritos con lápiz, así como la fecha. Incluso una dedicatoria con amor.

Entonces comprendió todo. Absolutamente todo y supo que su marido, que la esperaba en casa, la engañó con aquella pintora, que estampó sobre la tela toda la pasión de la que fue capaz por él y que un día, probablemente despechada, tiró directamente a la basura, cansada quizá de promesas falsas, no hace tanto tiempo.

Guardó bajo el brazo aquel retrato e inició el camino de regreso a casa.

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