ESTRELLAS DE COLOR MIEL
©Pilar Aguarón Ezpeleta

Nicolás Urquiola era el empollón de clase y el orgullo de sus padres. Tenía 15 años y jamás había dado un disgusto a nadie, pero la dicha no puede durar siempre , así que la malaventura se le vino a aparecer en sueños y una mañana, sin saber cómo, se despertó enamorado de Irene Machado, su compañera de pupitre, una rubita resplandeciente, con la nariz salpicada de docenas de estrellas en forma de pecas color miel.
Aquella mañana se aseó y se vistió como un autómata con la cabeza llena de nubes blancas salpicadas de estrellitas de color miel. No se pudo terminar el desayuno y se marchó al colegio con el corazón latiendo a mil por hora y un coro de serafines resonando en su cabeza.
Recorrió los pasillos como un sonámbulo, sin saludar a nadie, se sentó en su pupitre y allí quedó embelesado mirando como un auténtico memo el asiento vacío de su compañera. Ya había sonado el timbre cuando apareció ella, como siempre con prisas y sin prestar la menor atención a su vecino, pero Nico con sólo verla sintió una sacudida en todo su cuerpo como si hubiera metido los dedos en un enchufe y notó como si la ropa se le empezase a quedar pequeña.
—¡Hola! —saludó ella.
Pero él ya fue incapaz de articular palabra, parecía que su lengua no le cupiera en la boca, sus manos se le agrandaron como botijas, la correa de su reloj estalló, sus labios y sus mofletes se inflaron, las pantorrillas parecían no caberle en los pantalones y los cordones de sus zapatillas reventaron. Entre los gritos de la asustada Irene el pobre Nico se hinchó e hinchó hasta no caber en el pupitre.
Tan extraño caso clínico corrió como la pólvora entre los científicos de todo el mundo, apareció en las más eruditas revista médicas, vinieron a visitarle los más afamados alergólogos, nefrólogos, cardiólogos, otorrinolaringólogos, urólogos, endocrinólogos y ante la desesperación de sus padres fueron consultados varios gurús, un cura exorcista y hasta una echadora de cartas, pero todo fue inútil, Nico no se deshinchaba y lo sorprendente era que a él parecía no importarle, sólo de vez en cuando se quedaba con los ojos en blanco y musitaba un ¡ah!
Con el paso de las meses el cuadro clínico pareció remitir, fue poco a poco perdiendo volumen, ya podía tragar y hablar y empezó a quejarse de todo, de la cama, de la almohada, de la comida, de la tele, de sus padres, de las enfermeras, se volvió intratable y de buenas a primeras se invirtió el proceso y se deshinchó totalmente, ya parecía que todo había le vuelto a su ser.
Mientras tanto y como las horas del hospital se le hacían tan largas, para matar el tiempo le dio por emborronar cuadernos con cuentitos e historietas, después de esbozar, imaginar, borrar, repetir e reiniciar una docena de veces terminó un mini relato de cuatro párrafos titulado “Estrellas de color miel”, lo leyó y lo releyó y se sintió y tan contento y tan satisfecho que parecía que la vida ya no podía darle más, de repente empezó a sentir un tremenda picazón por todo el cuerpo, un malestar general y una sacudida como si hubiera vuelto a meter los dedos en un enchufe y el pijama se le quedó pequeño y se hinchó y se hinchó y se hinchó.
Volvieron a juntarse científicos y sanadores de almas, barajaron todas las posibilidades y llegaron a la única solución posible. Por fin una mañana el jefe del equipo médico citó a sus padres y con la voz severa y mirada grave les dijo:
—Señores ya sabemos lo que tiene, ocurre pocas veces pero su hijo es alérgico a la felicidad.

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