LA PUERTA
©Pilar Aguarón Ezpeleta

En aquel verano de 1968 cuando las tardes parecían interminables y el calor aletargaba hasta a las chicharras, a Luisito Enériz y a su amigo Javi les gustaba escaparse de la tediosa siesta y llegarse en bicicleta hasta el molino abandonado situado a las afueras del pueblo.
El molino era un caserón de piedra, desvencijado y olvidado. Estaba junto al río, rodeado de huertos con olivos centenarios y una larga hilera de álamos que le daban sombra. A los chicos les gustaba tumbarse sobre la hierba, mirar las nubes e hincharse de comer moras, moscatel o higos silvestres y a media tarde bañarse en las heladas aguas de la corriente.
Una tarde, igual a casi todas, subieron la pequeña cuesta empedrada y comenzaron a recorrer el sendero de tierra , bordeado de hierba y amapolas. Cuando el camino se abrió a la explanada, y ya se divisaba el caserón, vieron una enorme puerta de hierro, que el día anterior no estaba, plantada allí en medio de la llanura. Era grande, vieja y oxidada, coronada de puntas afiladas, con adornos florales uniendo los barrotes y una gruesa cadena con un herrumbroso cerrojo, cerrado y bien cerrado.
La verja estaba sujetada por dos pilastras de ladrillos desgastados, como si hubieran envejecido allí mismo durante siglos, pero el día anterior no estaban.

La rodearon con cautela, aunque nada se lo impedía, porque era una puerta en mitad de la nada, cerrada a ninguna parte y la estuvieron mirando y mirando durante largo rato sin saber que decir.

—¿De donde habrá salido esto?, preguntó Javi, mientras le daba una patada a una de las pilastras, que ni crujió.

—¡No la toques, a ver si nos la vamos a cargar!, le gritó el siempre temeroso Luisito.

Javi, el más temerario de los dos, intentó abrirla, la zarandeó, pero ni se meneó, probó entonces a romper el candado con una varilla metálica que encontró entre los arbustos, pero no hubo forma; pronto el chiquillo, que era impaciente y se cansaba rápido, le dijo a su amigo.

—¡Bah, vamos a por moras, que esto no hay quien lo abra!

Luisito le obedeció, como siempre, pero estuvo callado y pensativo todo el tiempo. A media tarde empezó a tronar y decidieron acortar el paseo y volverse para casa. Luis al pasar delante de la verja se volvió a mirarla y le dijo a su amigo, con una seguridad infrecuente para su carácter apocado:
—Mañana la abrimos, yo sé como-
—¡Sí hombre, lo que tu digas!-, le respondió Javi con indiferencia.
— ¡Ya verás!-, sentenció el primero.
Pero la impaciencia de Luisito no puedo esperar, estuvo toda la noche sin pegar ojo, escuchando la lluvia caer sobre la canalera. En cuanto las primeras luces del día se colaron por la persiana, abrió despacito la puerta del corralón y sin hacer ruido se escapó calle arriba, en busca de la vereda que llevaba al molino.
La desesperación y los gritos acudieron pronto a casa de los Enériz. La cama del pequeño Luis estaba vacía. A pesar de que lo llamaron a gritos y lo buscaron por todas partes, no encontraron ni rastro del chiquillo ni de su bicicleta.
Ayudados por los vecinos y seguidos de lejos por un desconcertado Javi, los afligidos padres lo buscaron por los caminos en medio del barrizal.
Cuando llegaron a la explanada del viejo molino, el agua hacía aún más brillante el color ocre de la tierra encharcada; un tibio sol reflejaba sobre las hojas mojadas que centelleaban como estrellitas en un árbol de navidad. Pero no había ni rastro, ni se apreciaba huella alguna de que la verja hubiera estado allí; la bicicleta del muchacho estaba tirada en el suelo y junto a ella encontraron una enorme cizalla de hierro, que el padre del chico reconoció como suya.
Javi levantó la bicicleta y con los ojos llorosos murmuró:
—No tenías que haberla cruzado sin mí.
Durante los días siguientes buscaron al chico por los pozos, por los ribazos, por el río, pero todo fue inútil, nunca volvieron a saber nada de Luisito Enériz.
Casi cuarenta años después, Javier volvió a subir la cuesta empedrada y volvió a recorrer el senderito de tierra. Al llegar a la explanada sintió un estremecimiento que le alteró el ánimo.
Todo había cambiado, el viejo molino ya sólo era una ruina, la maleza lo dominaba todo y el riachuelo apenas tenía agua, pero la verja estaba allí, erguida y majestuosa, sujeta entre las dos pilastras de ladrillos desgastados, tan oxidada y vetusta como aquella tarde de verano cuando apareció en medio de la nada.
Javier se acercó, estiró la mano y comprobó que el herrumbroso cerrojo volvía a estar cerrado y bien cerrado.
—No tenías que haberla cruzado sin mí, Luisito- fue todo lo que se dijo.

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