Mamá
©Pilar Aguarón Ezpeleta
Cuando yo nací mi madre ya estaba enferma, pero ella siempre se negó a admitirlo y vivía como si no le importara. Mi padre se había casado con ella dos años antes, con la convicción de que enviudaría pronto. Un día él me confesó que, en contra de la opinión de su familia, había decidido casarse para vivir el resto de su vida siendo el viudo de la mujer que amaba. Pero treinta y cinco años después fue ella quien le cuidó en su enfermedad y estuvo a su lado hasta que definitivamente le cerró los ojos.
Mamá le sobrevivió diecisiete años y además tuvo que enterrar a su primogénito, a su yerno, a su madre y a sus hermanos. Pero no se quejó nunca. No la vi jamás renquear ante la adversidad y arrastró su mala salud y sus infortunios sin un lamento.
Unos meses antes de morir, un joven doctor, al ver su larguísimo historial médico y sus radiografías, le dijo que era casi un milagro que siguiera viva y que si la ciencia médica tuviera su lógica, debería haberse muerto sesenta años atrás.
Ella sonrió y le dijo:
—Si no lo hice fue para no tener que darle la razón a mi suegra.
Estoy segura de que dijo la verdad. Mamá siempre fue orgullosa, valiente, generosa y bella hasta el final de sus días.
Falleció una noche de verano, cuando estaba a punto de cumplir los ochenta y tres años. Se despidió de mí serena, sabiendo que ya no iba ver amanecer y confesándome lo difícil y lo largo que se le estaba haciendo morirse.
Las horas fueron pasando lentamente hasta que llegó el alba, pero, creedme, aquella noche, nunca amaneció.