EL MEUBLÉ DE DOÑA PAQUI

Pilar Aguarón Ezpeleta/José Antonio Prades/Anabel Consejo

Durante el verano del setenta y dos solíamos alquilar una habitación en la calle Cádiz. Daba a una estrecha luna y olía a todas las fritangas de las cocinas del edificio. Estaba en un cuarto piso sin ascensor, justo encima de una academia donde íbamos a aprender inglés. Era la coartada perfecta para el negocio de doña Paqui, porque siempre había mucho trajín de estudiantes por esa escalera de grandes peldaños de madera.

Doña Paqui nos alquilaba la habitación de cuatro a seis, porque a las siete esperaba a otra pareja y antes tenía que cambiar las sábanas y airear la habitación. La patrona era muy quisquillosa con la limpieza.

—De otras cosas me podrán acusar, pero no de cochina— nos decía.

Nosotros íbamos un par de veces a la semana, o quizá tres, dependiendo del dinero que podía conseguir Diego, dando clases particulares de matemáticas por la mañana.

La señora nos cobraba setenta y cinco pesetas por las dos horas, una cama pequeña, una toalla y las sábanas limpias. Si nos queríamos duchar nos cobraba un duro más. De siete a nueve, por esa misma habitación cobraba noventa y por la cama grande, la que daba a la calle y tenía un ventilador en el techo, un billete de cien pesetas.

Recuerdo que era jueves porque habíamos tenido el examen de todas las semanas. Teníamos suficiente dinero y contratamos la misma habitación de otras veces. Doña Paqui nos dio la llave y no nos advirtió de nada especial. Y lo especial debía ser alguna causa del ruido que oímos al segundo de entrar, como un gemido largo, quizá como jadeo por excitación o quejido por una tortura, no se apreciaba bien. Diego y yo nos miramos haciendo gestos en silencio comunicándonos la sorpresa y la duda. Duró unos dos o tres minutos. Lo escuchamos cogidos de la mano, expectantes. Cesó y nuestra sesión amatoria fue algo más intensa y rápida para él, pero algo rancia para mí. Nos marchamos incluso antes de que dieran las seis. Al devolver la llave a la casera, le dije lo el ruido. Muy seria y poco creíble, me dijo:

-Han sido tus tripas.

Me quitó la llave de la mano y se dio la vuelta.

Dos semanas más tarde, también en jueves, volvimos a la habitación. Ya estábamos desnudos cuando empezó de nuevo el gemido. Diego no lo escuchó muy bien, pero yo sí. Curiosamente, esta vez Diego aumentó su excitación y yo me enfrié. Lo aparté de mí y ya no volvió a ser lo mismo.

Llegué a no poder desligar el ambiguo sonido del rostro de Diego en pleno clímax y eso fue el detonante de nuestra ruptura. Me he preguntado muchas veces quién lo emitía y en todas me he convencido de que simplemente debieron ser los jadeos placenteros de otra pareja en la habitación contigua a la nuestra en el meublé de doña Paqui, aunque un rastro de misterio y de morbo se empeñaba en enturbiar mi lógica deducción. Tras romper con Diego, conocí a Gerardo y nos casamos en cuestión de meses. Además de ser un gran hombre, hacer el amor con él me evitaba recordar el gemido lastimero y eso me empujó a tomar la decisión de manera inmediata. Ahora, veinte años después, su retiro forzoso de la Policía y de nuestra vida sexual, me hace sentir abandonada. Hace algún tiempo, pasé por delante del edificio del meublé y no pude resistir la tentación de entrar y de subir al cuarto piso. La academia de inglés ya no estaba, pero la puerta del piso de doña Paqui la encontré tal cual la recordaba. Llamé. Me abrió la puerta un hombre más o menos de mi edad, alto, moreno, que mostraba altivo su barba descuidada y unas manos enormes como perros guardianes, sin embargo, fueron sus ojos los que casi me dejaron muda. Perdón, yo buscaba… Hace más de veinte años… Aquel hombre sonrió como si lo comprendiera todo. Mi madre murió hace diez años, ahora este piso es mi casa. Tras unos segundos de incómodo silencio me dijo: ¿Quieres ver el piso tal y como está ahora? Entramos y al llegar a la habitación contigua a la que ocupábamos Diego y yo me paré. Él abrió la puerta para enseñarme su dormitorio. Aquí solía subir yo, sin que mi madre se enterara, los jueves que quedaba libre. La necesidad sexual a los veinte es imperiosa y saber que cada habitación de esta casa era un templo del amor físico furtivo me excitaba sobremanera. Toda la energía sexual acumulada en esa casa durante tantos años se concentró en nuestra mirada y yo ya no me siento abandonada ni él sólo.

 

 

 

 

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