©Pilar Aguarón Ezpeleta
(Del libro Historias de tres mujeres con sombrero rojo)
He sabido por el periódico que a Matías le han encontrado muerto y mordido por sus propios perros. Parece ser que una vecina llamó a la policía por el fuerte olor y los ladridos. Quizá a él tampoco le hubiese importado de haberlo sabido, porque era morboso, le gustaba llamar la atención y nunca pasar desapercibido.
Hacía más de cuarenta años que no tenía noticias suyas, pero he reconocido el portal que aparece en la imagen del diario, porque a ese piso fui muchas veces. Entonces éramos jóvenes, hermosos y temerarios. Me gustaba arriesgar la vida a su lado, la felicidad era huir de los problemas y no saber cómo podría terminar el día.
Vivía en el primero izquierda sobre una academia de música y mientras nos amábamos, se escuchaba aporrear el piano. Bebíamos mucho y fumábamos porros escuchando una y otra vez la Für Elise, que repetían hora tras hora en local de abajo.
Aborrezco a Beethoven desde entonces.
Matías compraba el cannabis a un ex legionario, que llevaba el antebrazo tatuado con el dibujo de una mujer desnuda y tenía una pequeña tasca en El Tubo. Un tugurio oscuro y sucio decorado con fotos de toreros. Ahora en ese mismo lugar hay una tienda franquiciada, que vende fundas multicolores para móviles, quizá en eso también hayamos salido perdiendo.
Cuarenta años es demasiado tiempo para todo, pero sobre todo para mí, porque ya empiezo a añorar aquellos años de amor carnal, quimeras políticas y promesas incumplidas.
Matías era profesor de filosofía en un instituto que había cerca del río. Llevaba el pelo largo y una barba recortada. Los alumnos le llamaban Che. Él se pavoneaba y les regalaba chapas con la imagen de Ernesto Guevara, pero nunca le movió la política, su meta era el hedonismo, el placer por el placer, el capricho de salirse siempre con la suya.
Una tarde llamé al timbre a la misma hora de siempre, pero nadie abrió. Me cansé de esperar y me fui a casa despechada. Lloré mis penas de amor unos cuantos días y durante un largo tiempo aún seguí esperando su llamada, que nunca llegó. Años más tarde alguien me contó que, por aquellas fechas, había sido sorprendido practicando sexo con una alumna de catorce años y que por ello pasó dos años y medio en la prisión de Torrero.
Mientras espero a que me sirvan, vuelvo a mirar la fotografía de la camilla, con la bolsa negra, camino del anatómico forense. En el pie de la imagen leo que ha sido hallado muerto un hombre de 68 años que vivía solo y que respondía a las iniciales M.O.C. Parece ser que había fallecido hacía más de una semana y los animales habían empezado a comérselo por pura subsistencia. Intento recordar sus facciones, la forma de sus manos, el sabor de sus besos, pero me es difícil, todo se difumina entre un recuerdo de amarga decepción.
—¡Pobre hombre! —exclama la camarera al verme observando la fotografía.
—¡Mondo cane! —le respondo, encogiéndome de hombros, antes de pedirle que me traiga un café con leche muy caliente, con doble de azúcar y una tostada grande con mermelada. Quiero empezar bien el día.
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