Dª Otalina de Aniés y Faustino, el sacristán.
©Pilar Aguarón Ezpeleta
A mi amiga Conchi Castrillo
Los Aniés nunca aceptaban un no por respuesta, así que cuando el sacristán le dijo a Dª Otalina que no subiera a la torre porque los andamios de la obra hacían la escalera muy angosta; ella le miró con desdén y siguió impasible hacia adelante.
El pequeño campanario había sido mandado construir por su tatarabuelo, un crápula que quiso hacerse perdonar con ello sus muchos pecados de faldas y ahora su heredera se jactaba de hacerse cargo de la restauración. La terquedad de Otalina no tuvo en cuenta que con los años, además del mal carácter, le había aumentado considerablemente el tamaño del culo y en la segunda curva de la escalinata se quedó encajada entre el tablazón, sin poder moverse a pesar de su ímprobo esfuerzo por liberarse. Con el genio arisco que gastaba se puso a tirarse de las sayas y a punto estuvo de rasgarlas, pero su trasero ni se inmutó.
—Voy a ser el hazmerreír del pueblo –pensó alarmada– porque, conociendo como se las gastan estos aldeanos, seré la protagonista de sus chanzas y de sus tonadas de borrachera por veinte generaciones.
En ese momento, oliéndose que algo malo pasaba, apareció el sacristán detrás de ella y al verla en tan delicada posición, lanzó un resoplido y casi le gritó:
—¡Ya se lo advertí, Dª Otalina, pero usted, como siempre, haciendo su real gana!
—¡No me sermonee, Feliciano, y haga algo! –respondió ella más asustada que otra cosa.
El hombre no dudó en poner sus manos en las enormes posaderas y empujar con todas sus fuerzas y ella, al sentir el refregón, no pudo evitar lanzar un gruñidito.
Y el sacristán volvió a empujar y a cada empellón un rezonguito acompañado de una leve sacudida del trasero de Otalina. Y entre empujones y gruñiditos se hizo el milagro y en un vaivén se desencajó y de la misma inercia rodaron escaleras abajo, yendo a caer él entre los enormes pechos de la dama que, acariciando la cabecita de su liberador, le dijo turbada:
—¡Me has salvado del escarnio, Feliciano!
—Y te volvería a salvar si hiciera falta, Otalina- respondió mirándola arrobado, con la barbilla descansando entre sus generosas ubres.
— ¡Oh, Feliciano, eres un titán!
— Seré lo que tú quieras Otalina, pero ¡rezóngame como antes, anda, rezóngame, que me gusta!
— ¡Ugg, ugg, Feliciano!
— ¡Así, así, rezóngame, Otalina, rezóngame siempre!