Una tarde de verano Harrison Ford me dijo que le gustaban mis ojos y me regaló una rosa. Desde entonces tengo la autoestima tan satisfecha, que todo lo que me digan los demás ha dejado de importarme.
Es como llevar un impermeable contra el mal fario de las envidias ajenas.
Nunca lo había contado hasta ahora, no porque tuviera el temor de que no me creyeran, sino porque las cosas importantes es mejor no compartirlas.
Harrison me pareció un hombre bajito, pero me gustaron sus ojos clavados en mí.
Hoy seguramente ya no me lo volvería a decir, ni a mí me gustaría que lo hiciera.
Las galanterías han pasado de moda, al igual que los cantautores argentinos.
Ya nadie escucha a León Gieco, ni a Víctor Heredia y el mundo que yo amé se está desvaneciendo ante mis ojos.