LOS RABANERA
©Pilar Aguarón Ezpeleta

De nosotros, los Rabanera, se habló mucho en aquellos años, no siempre para bien. He de reconocer que mi familia no ayudaba mucho a las buenas relaciones con la vecindad, porque se desentendía por completo de todo lo que pasaba fuera de las tapias de aquellas huertas. Así que durante años, fuimos centro de murmuraciones y chascarrillos.

Pero esta historia viene de lejos.

El estallido de la guerra cortó la mocedad de muchos y entre ellos la de Mariela, mi madre.

Estaba a punto de cumplir los veintitrés años y sabía que de ella dependía el bienestar de los suyos, así que casarse con uno de los Rabanera fue como un regalo caído del cielo. Traería sosiego a la familia y abundancia a la despensa.

Además el Mosén José daba la cara por ellos:

—Son buenos chicos y muy buenos hermanos. No tienen nada suyo.

Durante la primera visita a la finca mi madre permaneció callada, observando sin pudor a los hermanos, que se esforzaban en aparentar indiferencia, aunque acabaron sintiéndose examinados como animales en una feria de ganado.

Marcial temía ser el elegido. Estaba más preocupado por las huertas y la hora del riego que de la boda. Deseaba que eligiera a uno de sus hermanos. Él seguiría siendo el mayor, el más respetado y no tendría que cargar con las responsabilidades del matrimonio, ya que, aun siendo este un buen trato, le fastidiaba tener que cambiar su vida y sus costumbres por una mujer que acababan de conocer.

Juan, el segundo, estaba seguro de que Mariela elegiría a Marcial, por ser el mayor, al fin y al cabo este matrimonio sólo era un negocio y el heredero siempre juega con ventaja.

Ismael y Antonio, los pequeños, estaban tranquilos, convencidos de que Mariela acabaría eligiendo a uno de los dos mayores. Sólo temían que las costumbres de su futura cuñada fueran demasiado estrictas. Aspiraban a seguir con su rutina y a no perder su parcela de libertad, aunque sabían que nada sería igual a partir de la boda.

En cuanto salieron de la torre, mi abuela no pudo esperar y le preguntó a su hija que qué le habían parecido.

Mi madre no dudó. Levantó la cara y dijo con seguridad:

—Me casaré con Juan.
—¿Estás segura, hija?
—Sí, es el elegido.
Mi abuelo se sorprendió e insistió:
—No te precipites, piensa que es para toda la vida. ¿No quieres tomarte unos días antes de decidir?
—No, papá, hemos venido a elegir marido, y eso he hecho, no voy a cambiar de opinión: Juan es el elegido.

—¡Pues con Juan será! Ese era el trato y tampoco veo nada malo en la elección, Juan es tan bueno como cualquiera de los otros tres, terció el mosén.

Un mes después se celebró la boda. Durante este tiempo los novios sólo se vieron en presencia del cura, que les adoctrinaba sobre el significado del matrimonio católico, del amor cristiano o de cómo administrar el hogar. Mi madre estaba segura de saber cómo administrar el suyo.

Durante esas semanas, la verdad es que esperó en vano algún gesto romántico por parte de su novio, pero Juan Rabanera era tímido, por eso, cuando ella lo buscaba con la mirada, él la rehuía. Mi madre entonces empezó a dudar de su elección. Quizá hubiera errado y debiera haber elegido a Marcial. Pero ya no había marcha atrás. Juan sería su marido.

Fue una boda sencilla, casi austera. La novia no estrenó vestido, ni quiso que hubiera celebración alguna. Se despidió de los suyos a la salida del templo. Abrazó a su madre y le susurró:

—No os va a faltar de nada. Pronto iré a veros a padre y ti, pero no vayáis por la torre hasta que yo os lo diga. No quiero que piense la familia de mi marido que queremos gobernar lo que es suyo. Vamos a empezar las cosas bien, que la vida es muy larga.

Las cosas habían ido muy deprisa y Mariela y Juan ya eran marido y mujer, sin ni siquiera haberse dado ni un beso. Al llegar a la casa fue directamente a su habitación. Habían dispuesto que fuera la alcoba grande del primer piso, la que había sido de los padres.

Mi madre esperó largo rato a su marido. Como tardaba en llegar, se asomó al balcón y lo vio junto a sus hermanos riendo y fumando las farias que había comprado Marcial para la ocasión.

Al ver a la recién casada asomada al mirador, Marcial hizo un gesto a su hermano y le dijo:

—Juanito, me parece que tienes cosas que hacer.

Los cuatro miraron y Juan, se incorporó, tiró el cigarro al suelo y se dirigió hacia la casa.

—Si no puedes con ella, ya sabes, nos llamas y te echamos una mano o lo que haga falta- exclamó Antonio riendo.

—¡Cállate, pedazo de alcornoque! Un poco más de respeto, que es tu cuñada- le gruñó Marcial.

Ella volvió a lamentarse de no haberlo elegido como marido. Pero ya estaba hecho.

Al oír los goznes de la puerta, mi madre entornó las contraventanas para que el dormitorio quedara en penumbra. A ella siempre le gustó estar en la penumbra.

Se acercó hasta su marido, que ya estaba junto a la cama, le rodeó la cintura con los brazos y le dijo en voz baja:

—Eres mi marido Juan, yo te he elegido, que no se te olvide nunca.

Por la balconada entreabierta escuchaba a sus cuñados, que fumaban, bebían y vociferaban.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, su marido ya no estaba en la cama. Salió a la cocina y desde la ventana vio a Juan que hacía indicaciones sobre el agua de la acequia.

Notó unas pisadas, se volvió y vio entrar a Marcial. Llevaba la camisa medio abrochada. Mariela se fijó en el torso velludo y desnudo:

—Ya ves, la vida en las huertas no respeta ni bodas ni celebraciones. Aquí todo el mundo a las seis arriba, antes de que llegue el calor o nos falte el agua. Te traigo leche de la vaca.

—¿Tenemos una vaca?

-No. Es de una granja que hay un poco más arriba, la de los Abenia. Ellos nos dan leche y nosotros les damos verduras, es un buen trato.

—¡Ah!, me tengo que aprender las costumbres de la casa.

—Claro, pero no te preocupes, aquí las cosas son muy simples.

Marcial dejó la lechera sobre el fogón y se acercó a su cuñada. Casi la acorraló entre el hogar y la ventana. Ella tembló.

—Estás muy guapa recién levantada.

—Todavía tengo que peinarme.

—Me gustas así—susurró Marcial acariciándole ligeramente el rostro con el dorso de los dedos.

—Sabes Mariela, nosotros los Rabanera lo compartimos todo, así nos lo enseñó nuestra madre.

—¿Qué quieres decir?

—Que lo que es de uno es de todos, lo dijo el cura, ¿no te acuerdas?

Ella soltó una risita nerviosa y añadió:

—No creo que se refiriera a esto, Marcial.

Él sonrió.

—Yo no te voy a forzar, Mariela, lo tienes que desear y todo va a ir bien.
—¿Y si viene?

—Hasta las diez no vuelven. Es la hora del almuerzo, otra costumbre de los Rabanera- dijo Marcial acercándose aún más a la chica.

Mariela notó su aliento junto a su boca y apenas pudo musitar:

—Tengo que aprender muchas cosas de los Rabanera.

—Muchas, Mariela, empieza por mí.


Dos horas después, cuando su marido y sus dos hermanos menores volvieron de las huertas, la mesa estaba puesta. Preparada para los cinco:

Mi madre estaba feliz. Se sentó con ellos a la mesa. Almorzó lo mismo que los hombres, bebió vino con ellos y los cuatro la aceptaron como la nueva matriarca de la familia.

Aquella noche Juan estuvo más cariñoso y pendiente de su mujer que el día anterior. Mientras él la abrazaba, ella le volvió a repetir:

—Eres mi marido Juan, yo te he elegido, que no se te olvide nunca.

Desde el primer momento procuró que enviaran a su casa las mejores hortalizas, las mejores frutas, huevos, conejos, capones, lo que fuera necesario para que a los suyos nunca les faltara de nada. Consiguió que a sus hermanos les diesen trabajo en la vaquería de los Abenia. Pero no consintió que ninguno de su familia pusiera un pie en la torre, más allá de alguna visita de cortesía de ciento a viento o las comidas de Navidad.

Ni siquiera cuando diez meses después de la boda nació su primer hijo. Un varón sonrosado y con los ojos claros, como su abuelo paterno, como su tío Marcial.

Mariela se hizo pronto con las costumbres de la casa. Era cómo si hubiera nacido para estar entre ellos. En la torre jamás entró otra mujer que no fuera ella. Salvo las criadas, que venían por horas para limpiar la casa y ayudar con los hijos. Marcial, Ismael y Antonio nunca se casaron, ni ninguno tuvo el menor interés de buscar mujer. No les hizo falta.

Uno tras otro y durante diecisiete años, fueron llegando más hijos, hasta ocho. Todos varones.

Juan era el marido y por deferencia siempre le servía el plato antes que a los demás. Se sabía el elegido. Incluso cuando a medianoche se despertaba y ella no estaba en la cama. Al principio para él estas ausencias fueron un tormento. Pero luego se fue acostumbrando. A veces, cuando escuchaba los jadeos que venían desde alguna de las habitaciones de sus hermanos, intentaba adivinar con quien de los tres estaba aquella noche, pero se consolaba sabiendo que por la mañana, él y sólo él, volvería a ser el marido, el elegido.

Y poco más puedo contar para no entrar en detalles, salvo que siempre he pensado que Ismael Rabanera fue mi verdadero padre. Todo el mundo siempre dijo que éramos como dos gotas de agua, pero quién sabe, la naturaleza es tan caprichosa.

Pero de lo que no cabe la menor duda, es que soy un auténtico Rabanera, y que soy el tercero de los ocho hijos varones que parió Mariela Páñez.

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