Aquel martes de noviembre
Aquel
martes de noviembre amaneció sombrío y
plúmbeo. Las hojas desprendidas de los
árboles y la llovizna intermitente caída
desde la madrugada había dejado las aceras
convertidas en una pegajosa y resbaladiza
piel de sapo. Para Álvaro fue un día como
otro cualquiera, envuelto en la misma rutina
y en la misma conformidad de siempre.
Después del trabajo había quedado con Bea y
como de costumbre ella se retrasó. Álvaro se
pidió un café y encendió el primer
cigarrillo y luego otro y un tercero y se
cansó de fumar y se pidió otro café y
recordó que en su primera cita ella también
llegó tarde, pero aquella vez no le importó
y las otras que siguieron tampoco.
Álvaro miró impaciente el reloj y decidió
irse. Antes se encendió otro cigarrillo y
fue entonces cuando a través del ventanal
descubrió a Bea al otro lado del paseo,
mezclada entre la gente que esperaba la luz
verde para cruzar. La vio acercarse despacio
como si no tuviera prisa por llegar. Iba
envuelta en un grueso abrigo marrón y una
bufanda de cuadros. Álvaro la esperó de
pie con el chaquetón puesto. Lo primero que
ella dijo es que estaba muerta de frío- es
por la humedad, que se mete en los huesos y
de ahí no sale aunque te envuelvas en mil
capas- añadió y besó a Álvaro en los labios.
Álvaro sintió sus labios helados pero no
sintió su beso,
y fue en ese instante cuando comprendió que
aquellos labios sin beso le llevarían a
odiarla y recordó que la primera tarde que
quedaron ella también se quejó de frío y él
la abrazó para abrigarla, pero esta vez no
sintió ganas, apagó el cigarrillo en el
cenicero y se dirigió a la salida
—¿Te vas?—Preguntó incrédula.
—Sí, es tarde— respondió él con voz queda y
sin mirarla.
Empujó la puerta, se abrochó el chaquetón,
se metió las manos en los bolsillos y se
perdió entre los transeúntes.
Acababan de dar las nueve. Comenzaba a
llover.
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