EL VIAJE
Hacía calor aquella mañana de mayo en la vieja Estación del Norte.
Isidro cincuenta años después
todavía recuerda el olor
pegajoso a sudor, miedo y
carbonilla.
El tren salió con media hora de retraso. Isidro había subido de los
primeros para poder conseguir un
asiento junto a la ventanilla.
Temía no poder respirar entre el
tumulto de gentes, maletas y
bultos. Había llegado en el
coche de línea a primera hora de
la mañana. Su madre con el
último abrazo le puso entre las
manos un escapulario de la
Virgen del Carmen que él se
metió con cuidado en el bolsillo
de su chaqueta. Nunca hasta
entonces había salido del
pueblo, ni siquiera para hacer
la mili, de la que se libró por
ser hijo de viuda.
Todavía no había cumplido los veintidós años, había nacido en julio
de 1938, a su padre lo fusilaron
un año después, nunca lo llegó a
conocer. De él heredó su nombre
y su dócil carácter. Desde que
tuvo uso de razón aprendió que
por ser el hombre de la familia
su deber era procurar por el
bienestar de su madre, de su
hermana mayor y de sus abuelas.
A
los doce años lo pusieron a
trabajar en la herrería y
siempre se las apañó bien con
las herramientas y los motores,
por eso cuando en el casino se
enteró de que buscaban mecánicos
para ir a Alemania él no se lo
pensó, creyó que aquello iba a
ser el maná para su casa y
asumió ese viaje como una
obligación por el bien de su
familia, una más, como siempre.
A las pocas semanas ya tenía un
contrato con alojamiento para
trabajar durante un año en una
fábrica de hilaturas en
Ditzingen, cerca de Stuttgart.
El viaje duró casi un día entero. Un tren repleto de seres
aturdidos e indefensos empujados
por la necesidad y el hambre. En
la estación había visto algunas
chicas jóvenes que se despedían
de sus madres entre sollozos,
pero en su vagón solo viajaban
hombres con la piel curtida por
el sol de las siegas, las manos
endurecidas y las miradas
apagadas por el miedo y la
incertidumbre.
Isidro solo se movió del asiento para ir a orinar sobre las vías
desde la tambaleante plataforma
que unía los vagones, como vio
que hacían los demás. No probó
ni el pan y ni el chorizo que
le había envuelto su madre en
papel de estraza, sin embargo
acabó demasiado pronto con el
agua que llevó en una botella de
cristal y las horas se le
acabaron haciendo eternas por el
dolor de espalda, el cansancio y
la sed.
Al llegar a la estación de Stuttgart les hicieron colocarse en fila
para revisarles la documentación
y los contratos de trabajo. Uno
a uno les fueron colgando al
cuello una cinta con un cartón
y un número que indicaba el
lugar de destino. El muchacho se
acordaba de las historias que
les contaba el maestro, de
cuando los alemanes marcaban a
los judíos con estrellas
amarillas, para luego llevarlos
a las cámaras de gas. Fue en
ese momento cuando sitió por
primera vez ganas de llorar.
Entonces vio que una de las chicas que había visto en la estación
de Zaragoza. Llevaba colgado al
cuello un cartoncito con el
número 1 igual que él, se acercó
y le preguntó tímidamente:
—¿Vas a lo de las hilaturas,
verdad?
—Sí, contestó ella azorada.
Él se atrevió a añadir:
—Yo también, me llamo Isidro,
Isidro Lucea, y soy de
Monegrillo.
—Yo de Peñaflor y me llamo
Carmen, respondió ella.
—Bonito nombre, mira yo llevo un
escapulario de la Virgen del
Carmen, cosas de mi madre.
—Guárdalo bien que buena falta
nos va a hacer, concluyó ella.
En Ditzingen las cosas no mejoraron. Los alojaron hacinados como
animales en unos viejos
barracones a doscientos metros
de la fábrica, separados los
hombres de las mujeres.
Enseguida se adaptó a las incomodidades y al trabajo. Era
habilidoso y pronto se hizo con
las bobinadoras y devanaderas,
a las que tenía que mantener
engrasadas y limpias.
A Carmen la veía a menudo por la fábrica o él hacía por verla,
aunque fuera de lejos, y los
domingos, el único día que
tenían libre, paseaban por el
caminito que unía los barracones
y la fábrica, ida y vuelta una y
otra vez, sin parecer cansarse y
así y sin decirse muchas más
cosas, pronto entendieron que ya
eran novios.
El año de contrato se transformó en más de veinticinco. Durante los
primeros años la obsesión de
Isidro era ahorrar para enviar
a casa cuanto más dinero mejor y
que no supieran que vivía peor
que los animales estabulados. Él
no tenía de nada, pero su
madre recibía todos los meses el
dinero suficiente para vivir
tranquila. Tan bien les
coloreaba las cosas que su
hermana María no tardó en seguir
sus pasos e irse a trabajar de
niñera a París, en busca del
paraíso.
Cuando llegaba la Navidad y los cumpleaños, nunca faltaban los
paquetes de Isidro, que la madre
enseñaba orgullosa a las
vecinas. La primera cafetera de
aluminio que hubo en el pueblo
fue la que envió su hijo y
después llegaron paraguas
plegables, impermeables, juegos
de cama, mantelerías, camisones
de nailon e incluso los primeros
platos y vasos de duralex, que
eran franceses, pero en su casa
no lo sabían. Todo era bueno
para que en su casa pensaran que
se había convertido en el nuevo
rey Midas.
Isidro y Carmen se casaron cuatro años después de su llegada a
Ditzingen, con algunos
compañeros de trabajo por toda
compañía y un traje de novia
prestado. El viaje de novios
consistió en ir en autobús hasta
Dresden para ver a Marisol que
había ido con las cámaras del
NO-DO para cantar a la colonia
española.
Luego la vuelta a su pequeño piso alquilado, a la austeridad y al
ahorro. Siete años después nació
Fernando, su único hijo y desde
que supieron que iba a venir al
mundo no soñaban con otra cosa
más que con poder darle
educación universitaria y que
así que tuviera un buen
porvenir, distinto a las
penurias que les había tocado
vivir a sus padres.
Cuando el chico cumplió 14 años, Carmen convenció a su marido de
que había llegado el momento de
volver a España. Con el dinero
que habían ahorrado montaron un
taller de carpintería de
aluminio y se compraron un piso
en Zaragoza para que el chico
terminara yendo a la
universidad.
Las cosas no les podían ir mejor, eran felices. En el taller no
faltaba el trabajo. El chico con
tan solo 23 años ya tenía el
título de ingeniero colgado en
la pared. Pronto se hizo cargo
del negocio y en pocos años lo
había convertido en una
próspera empresa con más de
setenta empleados.
Fernando era ambicioso y no se conformó con fabricar las molduras y
los revestimientos de aluminio,
sino que quiso construir el
edificio entero. No le fue
difícil conseguirlo, los bancos
financiaban sin preguntar,
corría el dinero. Eran años de
bonanza y de locura
especulativa, cuando solo el
dinero servía de baremo para
valorar una vida.
Pero el resplandor de los fuegos
artificiales duró poco. A
partir de 2007 llegó el
desastre, no sólo el económico,
sino también el político y
social y con ellos vinieron los
impagos, las deudas, el
desempleo y la recesión.
Todo ello conllevó la debacle
total del negocio inmobiliario
del codicioso Fernando, que
acabó por arrastrar en su caída
a la empresa familiar,
destruyendo todo el legado y el
esfuerzo de sus padres, que se
encontraron cumplidos los
setenta con las manos vacías,
igual que como habían empezado
cincuenta años atrás.
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En la nueva la Estación de Delicias no hay calefacción, hace frío,
el cierzo helado de mediados de
febrero se cuela por todos los
agujeros del encofrado de
hormigón. Isidro se ajusta la
bufanda para darse calor,
últimamente está siempre helado.
Carmen vuelve a preguntar a su
hijo si lleva los billetes y la
documentación y, mientras le
coloca bien las solapas del
abrigo, le repite que no se
preocupe por nada.
Fernando mira a su madre con ternura y le sonríe. Se siente
responsable de la penosa
situación económica en que los
ha dejado. Está a punto de
cumplir los cuarenta y por todo
bagaje solo arrastra deudas, un
matrimonio fallido, unos hijos a
los que apenas ve y la mirada
marcada por la decepción y la
incertidumbre.
Faltan diez minutos para que
salga su AVE a Madrid y seis
horas para que despegue el
avión de Lufthansa que lo
llevará hasta Dusseldorf, donde
gracias a su conocimiento del
idioma, ha conseguido un empleo
de ingeniero por un año en una
fábrica de engranajes.
Isidro saca despacito del billetero un viejo escapulario y con las
manos temblorosas se lo entrega
a su hijo mientras le dice:
—Toma, guárdatelo, mal no te ha de hacer. La abuela me lo dio el
día en que me tuve que marchar
yo.
©Pilar Aguarón Ezpeleta
Publicado en el libro:
La casa de los arquillos.