“La vida que vendrá”, novela de Pilar Aguarón Ezpeleta. Reseña.
El silbido y la respuesta. © José Carrasco LLacer. Noviembre 2017.
La última novela de Pilar Aguaron, “La vida que vendrá”, editada por La Fragua del Trovador (Oct. 2017), tiene una deriva fatal en su mejor sentido etimológico. “Fatum” es lo dicho, el dictado.
Con fragmentos del pasado sobre conflictos entre personajes cercanos, la autora plantea, a partir de derivas radicales, una pendencia agónica entre el azar, ciego y descontrolado, y el destino inclemente, para dirimir el futuro. El dilema del azar y la necesidad es constante en la mejor literatura universal, y en esta novela se resuelve, con sobrado mérito, de una forma dramática muy expresiva y que de alguna manera provoca evocaciones balzacianas de la “Comedia humana”. No por el estilo y la textura, sino por el propósito y su mira. Balzac rodea, Pilar ataja. Aguarón escribe como pinta: directa, sin rodeos, ni artimañas, para que no falte ni sobre el color y la palabra.
La premonición de Olga, la vidente, será determinante en la vida de todos los personajes de la novela sin que ellos lo conozcan, salvo la protagonista principal, que, a su pesar, aceptará, como si de una virgen prerrenacentista se tratara, el “hágase en mí según tu palabra”, el hacer del Hado aciago que la conducirá al final a través de lo despiadado y lo implacable.
En el punto inicial, hay que reconocer un silbido shakesperiano, que en este caso prescinde de toda motivación ética y que la autora salva, en favor de su heroína y de sus personajes, casi todos ellos muy entrañables, con el uso del tiempo. El tiempo en “La vida que vendrá” tiene un poder paradójico, a la vez corrupto y constructor, que habilita para desvelar la verdad y que se disipa en un juicio en el que no hay arrepentimiento porque tampoco hay culpa, pero que a través de un sentimiento de derrota fatídica, característico de la inanidad del mundo en el que se desarrolla la historia (otra vez Balzac), sin prestarse a la esperanza, da paso a la luz. Solo un personaje, que no desvelaré aquí, me parece sombrío. Encarna el mal por excelencia. Los demás, sin ningún titubeo, brillan en ese mundo oscuro.
Con excelente oficio Pilar Aguarón no promociona una escritura mitómana que produce héroes, ni desarrolla una narrativa hagiográfica, sino que le interesa el personaje visto y reflexionado desde el límite de la vida, lo que le dota de una gran fascinación. Irina, como sujeto psicológico y patético debe ofrendarse para que quede a salvo la dignidad, sin la cual no vale la pena vivir. Irina responde al silbido shakesperiano del inicio, al “fatum”, con la ética kantiana, arraigada en sus ancestros.
Tan solo un pero que desbarate toda acusación de parcialidad en la lectura y en la reseña de esta obra por causa de manifiesta simpatía con la autora. A la pluralidad de voces que despliegan de manera escalonada la exposición de la historia, un carácter más polifónico, que enarmonizara la monofonía que se percibe en la galería de sus retratos, hubiera hecho, sin prisas, de “La vida que vendrá” un futuro perfecto. He releído la novela, y muy probablemente la lea de nuevo, pero, en tal ocasión, con una baraja astral a la vera, por lo que pueda pasar en la vida.
La vida que vendrá
© Reseña Olga Muñoz García
Todos los que me conocen saben que en los bares (para mí, templos, como las librerías y las bibliotecas) leo y escribo.En un bar acabo de terminar la estupenda novela de Pilar Aguarón Ezpeleta. Gracias, amiga. Me has sacado de un agujero negro.
Cuando estoy psicológicamente “flojeta”, mi concentración se dispersa. En una noche de insomnio, la de ayer, tras renunciar a que Morfeo me abrazara de nuevo, recurrí a esta lectura. Eureka. En dos sentadas ha caído.
Una novela que reúne las esencias, las señas de identidad de su autora. De nuevo al pasado reciente, de nuevo una casa emblemática. Otra vez personajes femeninos potentísimos. Los desarraigados se mezclan con los poderosos. El azar obra su magia.
Sufrimientos, bajos fondos, miserias y opulencia, injusticias, desgarros… En fin, la vida misma.
El estilo “aguaroniano”: preciso, sencillo (que no simple), evocador, con sentencias que te clavan al asiento.
Historia narrada desde una polifonía de once voces, todas en primera persona autobiográfica, que a lo largo de otros tantos capítulos y un epílogo, tratan de mostrar antecedentes y consecuencias de un asesinato, que se convierte en epítome de nuestra cainita y vil sociedad española de la segunda mitad del siglo pasado.
Muy bien mantenido el interés, pues no conocemos el porqué del crimen hasta el epílogo.
No desvelo nada del desenlace, para no destripároslo.
Bueno, en resumen, que me ha encantado, con su reconstrucción de los hechos históricos del XX, trufados con personajes de ficción que interactúan con los reales. Muy graciosa esa posible relación entre Héctor y Janis. Y otras cosas que callo. Todo bien traído, sin forzar.
Me atrevería a afirmar que es de las novelas más logradas de Aguarón. Aunque igual solo es que me ha sentado muy bien.
Leedla y me contáis.
© Reseña María Dubón
La vida que vendrá, novela de la escritora Pilar Aguarón Ezpeleta, es una historia circular. La trama se inicia en una churrería, La Poliana, un local pequeño con cuatro mesas y una peculiaridad que ha añadido la dueña: unos anaqueles con libros y unos sillones de lectura que nadie ha usado nunca. La propietaria, Irina, una bielorrusa que acaba de salir de la cárcel donde cumplía condena por asesinar a su marido, regresa al pueblo y se instala a 200 metros de donde todavía vive su familia política. Poco a poco, a través de los distintos personajes, vamos conociendo los hechos que conmocionaron al pequeño pueblo de Villalón. Descubrimos la personalidad del finado: Julio. Un tipo peculiar: tahúr, putero, vago y vivalavirgen, que encontró la muerte en su noche de bodas. La narración se conforma desde la perspectiva que aporta cada uno de los personajes. Entre todos componen un argumento poliédrico y pleno de matices. No es hasta los últimos párrafos de la novela cuando el lector ata todos los cabos, conoce la causa del asesinato y comprende las razones de Irina. Entonces podemos comprenderla y exculparla. Pilar Aguarón Ezpeleta ha elaborado una novela amena, con buen ritmo narrativo, con la tensión justa y bien dosificada hasta un desenlace sorpresivo que se desea desde la primera página. Los personajes son gente sencilla y cercana, con la que no cuesta identificarse, porque la autora ha sabido inyectarles humanidad y realismo. La vida que vendrá se lee con facilidad y se disfruta porque la trama va ensamblando piezas que construyen el poliedro complejo que es la vida.
La vida que vendrá
© Reseña José Antonio Prades
Las respuestas que damos a la vida se pueden filtrar por la mente, por las emociones o por el corazón. Cuando queremos contarlo en modo literario, hay que combinar esos tres filtros con sabiduría. Me dejo adrede uno que considero fundamental para entender más de una profundidad, el espiritual, pero creo que no ha llegado el momento para exigirlo en esa acción de montaje. No obstante, creo que aún inconscientemente, como efecto de una energía basada en el amor, Pilar Aguarón Ezpeleta tamiza a sus personajes de una textura sensible, que incluso salta el concepto espiritual.
Así lo viví con mi aventura lectora de sus obras anteriores, especialmente en las dos últimas, que se acercan a ese redondeo culminante en el devenir literario de la autora, La casa de los arquillos y Las verdaderas historias de amor son pasajeras, ambas publicadas en su sello de preferencia La fragua del trovador, con quien repite ahora en la edición de esta novela tan especial.
En La vida que vendrá, el personaje principal, Irina, inmigrante bielorrusa, es una asesina. Y sin embargo, no me desdigo de lo escrito en párrafos anteriores. Incluso otros personajes, como Julio, el marido asesinado, o su padre, con un perfil odioso que a la autora le gusta recrear en su mundo literario, se tiñen de un aura con rasgos de ternura.
Antes de pasar a más anclajes argumentales, es necesario hablar de la estructura de la novela, donde volvemos a apreciar el oficio de Pilar Aguarón para generar el imán de lectura y el ejercicio de imaginación y memoria que es necesario para que el lector se sitúe en el entorno de la historia. Presenta once capítulos, más un epílogo, que se titulan con el nombre de quien narra, decisión que muestra el deseo de que la atención de la trama se dirija tanto hacia las personas tanto como hacia los hechos. Elegida la primera persona como canal narrativo en todos los capítulos, cada pedazo que forma el rompecabezas argumental, menos complejo que el de La casa de los arquillos, nos sumerge en las historias personales de cada cronista, que se entrecruzan para ir dibujando ese mapa que nos lleve hasta averiguar el móvil del asesinato.
Nos envuelven ingredientes perfectos para actuar con el magnetismo que requiere esta narración, configurada por un cóctel de amoríos, enamoramientos, secretos familiares, juego, prostitución, herencias inesperadas… con la sazón de las referencias históricas, que tan bien maneja la autora, y que nos van situando en los momentos cronológicos de los hechos narrados.
No hay parafernalia en la literatura de Pilar Aguarón, ni en la historia, ni en los protagonistas, ni en el entorno, todo es austero, incluso la ampulosidad cuando aparece se llena de sencillez, como si se escurriera para no entorpecer la descripción del dolor o de la resignación, del amor o de la esperanza, que sabiamente aparecen en la trama sin que la situación social de quien lo vive signifique alegría o sufrimiento. De esta manera, como surgida de un control de costes en una empresa con riesgo de quiebra (la autora es economista), su creación sólo emite lo necesario para experimentar la historia de arriba abajo, con poca anchura, con ningún ribete ni adorno, vestida de lo imprescindible para navegar con garantías (o no) de llegar a puerto.
Entremos algo en detalle.
La capacidad de síntesis se hace puntera ya en el primer párrafo, donde recorremos de golpe veinticinco años. Y en ese primer capítulo, cuando volvamos a leer la novela para conseguir encajes, comprobaremos que nos íbamos de un salto a aconteceres que se rematan en el último capítulo, en el desenlace. Así, comenzamos a saber que en una región frutera, adonde llegan inmigrantes cada año, aparece Irina, mujer bielorrusa de extrema belleza, que cautiva a Julio, un electricista perezoso y juerguista, jugador y pendenciero que, a la sombra de su padre, frecuenta ambientes sórdidos. A las pocas líneas de comenzar, ya sabremos que Irina ha matado a su marido. Y diez protagonistas, siempre con su voz personal e intransferible nos van contando su historia en un suave vaivén temporal, a través de la cual tejemos el tapiz completo de la historia de Irina, hija de un matemático, churrera por elección propia, hermosa por razón genética y creadora de su propio destino sin una queja.
Al mejor modo de David Lynch, la autora nos introduce en sórdidas y trágicas historias de familias que aparentan normalidad mientras esconden secretos, y entre todas ellas volamos vertiginosamente hacia la justificación del crimen, que, como hacía esperar la descripción dulce de Irina, nos hace perdonar semejante acción e incluso hasta nos llevaría quince años atrás para salvarla en el juicio y, como propone Paulina, una ninfa de altos vuelos que entregó su virginidad dos veces al mejor postor por el precio de un potosí, cargarle el muerto a un bosnio infame sin escrúpulos que hubiera merecido morir sodomizado en la cárcel.
Habla la familia del asesinado, la hermana y la madre, que dejan atisbar un trasfondo de envidias y dolores que se trasladan desde otras generaciones como una maldición encubierta. Hablan prostitutas, madamas y proxenetas, con una voz que se viste incluso de inocencia y dulzura, como si la obscenidad, la lascivia y el delito encontraran personajes que lavaran su imagen para hacerla llevadera, quizá desde la verdad de que las cosas no son ni blancas ni negras, que nadie es malo porque sí, que todo tiene un sentido y al final sobreviven los buenos, como Irina, haciéndose cargo de una churrería, desde donde empieza a tejerse una bonita historia de amor y un próspero negocio de pastelería. Antes, a modo de penitencia o pago por servicios que no se recibieron, dos mujeres (mujeres), Ofelia y Paulina, se enriquecen por arte del destino, y envuelven su sensación de menoscabo haciendo felices a personas que saben apaleadas por la vida.
Hombres crápulas, un notario vicioso, el bosnio desalmado y un tonto comunista… dan juego a contrarrestarse con un profesor de matemáticas, un padre postizo con amor auténtico o un adúltero leal hasta el fin de sus días. Así son los varones que nos trae la novela, como la vida misma, enfrentados o confraternizados con féminas que viven en el desamor, en la maternidad impostada o impuesta, en el preclaro vaticinio del Tarot, en el bestial bandazo de la vida o junto a la verdad sin tapujos del cariño auténtico al que no saben renunciar.
Me quedo con términos suculentos como zangolotino, mandil, pellas, chaparro, economatera, zascandil y mocear para regodearme con la expresión ‘ecuación diofántica’. Bravo por la riqueza lingüística.
Y nos damos, inevitablemente siendo una obra de Pilar Aguarón, paseos históricos por el suicidio de Juan Belmonte, torero de postín, por la guerra civil, por las persecuciones franquistas, la guerra de Ifni, los atentados de ETA, por la transición, el incendio del hotel Corona de Aragón, la guerra de los Balcanes, etcétera. Bravo por la riqueza histórica.
También podemos envolvernos de música, con referencias tan dispares, pero tan sutiles, como Janis Joplin, Quilapayun y Julio Iglesias (¡qué tierna la evocación a Gwendolyne!). Y no olvido el cine: Regreso al futuro, Frank Cappa, Luis Buñuel, Florián Rey y Doctor Zhivago. Bravo por la cultura, por la cultura.
Y abundemos en el arte con cada retrato de los protagonistas que la mano de Pilar, también pintora, nos añade en esta edición, como el de Irina, en la portada, que irradia toda la tristeza y la esperanza que nos transmite el personaje.
Para redondear con un sorbete de frambuesa, disfrutemos de esas contundencias que con proverbial maestría nos deleita sabiamente la autora:
“En la familia de mi madre, el suicidio era casi una tradición”.
“La vida está demasiado mitificada. Tampoco hay que loarla tanto”.
“Tal vez sea cierto que seguimos un camino predeterminado y que todo ocurre por algún motivo superior a nuestra propia voluntad”.
“No hay sensación más destructora que la soledad acompañada”
“Era como si la vida que yo quería recordar la hubiese vivido otra persona”.
“La desmemoria sólo entiende los afectos”.
Nada es como parece En la vida que vendrá. En cambio, todo cobra sentido porque la Virgen de los Remedios se hizo alcaldesa perpetua de Villalón y un zafiro rosa convierte en sortija un anillo para que Irina no vuelva a Bielorrusia.
No existe el lugar en el que puedas estar que no sea el lugar donde te tocaba estar.
– John Lennon