LA MUJER SILENTE

José Antonio Prades/Pilar Aguarón Ezpeleta/Anabel Consejo

Es el recibidor de una iglesia que sólo celebra funerales. Frente al altar, un ataúd guarda el cuerpo de Renata. A través del ventanal, sólo pueden verse flores mustias erizadas por el viento, panteones y lápidas desgastadas. En las esquinas de las nubes podían encontrarse cigüeñas migrantes que vuelan en parejas.

Y esa mujer miraba… a lo lejos. Vestida de negro, gafas oscuras, manos escondidas, larga melena, de espaldas al ruido mundanal de conversaciones entre los acompañantes de la difunta, está esperando el sonido de una voz.

Sólo una voz.

Allá adentro se guarda el cuerpo de una mujer que ha dominado la vida de otros. Sus riendas tirantes oprimieron las libertades de toda la familia, sujetando en su entorno cada mano que quería salirse de su norma. Y mañana entrará al horno de los finales supurando los odios y los rencores.

La mujer silente recibió la noticia de madrugada. Nunca conoció a Renata, sólo a su nieto. A él espera, mientras que su corazón se aleja de la iglesia, del cementerio y de la ciudad. Quiere latidos más lejos del mar, allí, en un país que dicen verde, y ella conoce repleto de aromas y colores, donde pulverizó sus cenizas.

Por fin se decide y con paso firme se acerca lentamente hacía el altar. Los tacones de sus zapatos resuenan sobre las losas de mármol. Sabe que la gente la mira, algunos murmuran a su paso. Observa el ataúd de madera de caoba con los pernios metálicos y el crucifijo dorado. Hay una pequeña placa metálica sobre el ataúd, se acerca y lee:

—Renata Ambel Fatás.

Al fin sonríe y se alegra de que esté muerta. Para eso ha venido ¿Para qué fingir?

Respira profundamente y se atreve a levantar despacio la tapa superior del féretro. Escucha algunas exclamaciones de asombro, pero no le importan. Por fin le ve la cara, cetrina y consumida. Se quita las gafas oscuras para observarla bien y para que los demás la conozcan. Ha vuelto por él, por Guillermo.

Han pasado diez años desde aquel otro funeral, al que nadie de la familia acudió. Guillermo murió y su abuela Renata no permitió que nadie le llorara, solo por haberle desobedecido, por haberse casado con una extranjera de piel oscura. El tiempo ha pasado despacio para ella. La vida se le paralizó aquella tarde de abril tras el accidente.

Ha esperado mucho, pero aquí los tiene a todos frente a ella: sus suegros, sus cuñados, los niños, ya convertidos en adolescentes. Todos saben quién es, aunque nunca quisieron reconocer que existiera.

Alguien la aparta bruscamente del féretro, al girarse cruza una mirada intensa con la que fuera su suegra.

El odio de Magalie era tan negro como el sudor sobre sus brazos, tan profundo como la soledad del calabozo que habitaba. Había abandonado Haití cediendo su piel al mejor postor, convencida de que otra vida mejor era posible en el primer mundo, en el mundo civilizado donde la barrera de la supervivencia se había dejado atrás en la historia más remota. Estaba convencida de haber conseguido su pasaporte a la felicidad, creía que ella a su vez, vendiendo su alma, también había comprado oro, pero resultó ser un oro que no aguantó la caricia de un guante de seda sin deslucirse y que dejó a la vista el verdadero material del que estaban hechos sus onerosos sueños: de plomo.

El dolor de abandonar Haití se le pasó en cuanto llegó a Palencia, al caserón de su suegra, donde se suponía que iba a poder llevar una vida tranquila y absolutamente dedicada a su apocado y entregado Guillermo. Todo relucía de limpio y de valioso, de ordenado y de elegante. Jamás habían pisado sus pies descalzos un mármol que sonara tan bien bajo unos zapatos de tacón de aguja. Sin poderlo evitar, pensó que el ritmo de su imponente culo conjuntaba de maravilla con la sonoridad marmórea. Tal vez ése fuera el principio del fin, el momento en el que le presentaron a su suegra quien, en vez de darle dos besos, le apretó la mano de tal manera que Magalie sintió el invierno por primera vez.

El verano desapareció de la vida de Magalie desde que aterrizara en España. Por mucho que se esforzara en agradar, en ayudar, en demostrar que ella podía integrarse en su nuevo hogar, se le cerraban todas las puertas. Enseguida entendió que en esa casa no mandaba su suegra, sino la abuela materna, la abuela Renata. No soplaba el viento sin que ella lo consintiera y quien le desobedeciera sería eternamente castigado. Incluso se negó a conocer a la mujer de su nieto mayor, para ella ese matrimonio no se había celebrado. Guillermo dilapidó su valor casándose con Magalie y al regresar a la casa materna, entendió que su gesta le había costado la libertad. Supeditado a las exigencias de su ofendida madre y a la humillación de su abuela, llegó incluso a pensar que el ritmo sabrosón de las carnes prietas y oscuras de Magalie no compensaba. El ejercicio de la casa y de la familia pasó a ser el de ignorar a la haitiana, el de relegarla a un puesto más inferior que el de los mismos sirvientes. El juego de resistencia se acabó cuando Guillermo sufrió un accidente de coche: Magalie fue echada de la familia sin contemplaciones ni derechos.

Al mirar a la que alguna vez fuera su suegra, alguno de los asistentes comprende lo que va a suceder, pero el destino estaba escrito. Magalie siente su alma pesada y sin valor, opaca e insensible, su alma se había convertido en plomo, en el mismo plomo que disemina por los presentes a la ceremonia y sobre el magnífico ataúd de caoba que destila odio negro por cada agujero humeante. Cuando el cargador de la pistola se acaba, Magalie escucha gritos de horror, ve el rojo sobre el santificado suelo de la iglesia y observa la mirada muerta de su suegra. Y es entonces que siente el añorado calor de su tierra por primera vez en muchos años.

 

 

 

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