Presentación de “Las verdaderas HISTORIAS de amor son pasajeras” de Pilar Aguarón Ezpeleta
©Anabel Consejo Pano
Monegrillo, 7 de mayo de 2016
No esperéis que os hable de los protagonistas de “Las verdaderas historias de amor son pasajeras”, no, para ello tendréis que comprar el libro y, evidentemente, leerlo, que yo hoy no he venido a contaros cuentos.
He venido a hablar de Pilar Aguarón y su obra y eso son palabras mayores. Otros más doctos lo han hecho con anterioridad y a uno de ellos me voy a remitir. Una frase de Fernando Aínsa refiriéndose al libro que nos ocupa podría ser el epítome de lo que significa la escritura de Pilar: “Insertos en la vida rural, pueblerina o urbana zaragozana en los grises años de la posguerra, contextualizados históricamente y con personajes transidos de humanidad y ternura, los relatos de estas “verdaderas historias” de Pilar Aguarón proyectan, desde una aparente sencillez, lo que ha sido (y en muchos casos, sigue siendo) la vida cotidiana provinciana.” Leyendo la presentación de Fernando me sorprendió comprobar que la escritura de Pilar a él también le recordara a Delibes o, incluso, a esa obra maestra del cine español como es “Calle Mayor” de J. A. Bardem. Porque estas cosas si las opina un erudito tienen mucho más valor que si las digo solamente yo.
A pesar de todo, no me resisto a aportar algún apunte propio que, por otra parte, para eso se me ha convocado. La forma de escribir de cada autor refleja su forma de ser, supongo que esto se podría aplicar en multitud de casos, pero en el caso de Pilar se ajusta completamente. Ella es una mujer decidida, que se acerca a las vicisitudes de la vida sin paños calientes, resolutiva y espeta sus opiniones con sentencias prácticas y realistas, tanto que parecen deterministas e incluso pesimistas. Sus historias están plagadas de frases rotundas, frías, tan sinceras que laceran, tan aseverativas que parecen vaticinios en boca de adivina. Axiomas sin respuesta, sin continuidad de réplica, como paredes que cierran una habitación de la que no se podrá salir porque la vida, el destino, ese fatum fatídico no va a querer. Este libro habla pues del destino, un destino, en la mayoría de los casos, fatal; un destino plagado de normas, de reglas sociales a las que hay que doblegarse, porque, de lo contrario, la mirada de una sociedad pacata e hipócrita hará recaer su dedo acusador sobre la existencia del desdichado valiente. Normas que controlan y supervisan la vida de la gente, sobre todo de las mujeres, y que presuponen una forma de actuar apropiada en sociedad, por eso no cabe pensar que señoras de bien puedan tener pasiones, deseos, sexo, incestos; la mujer se debe a su familia, a su descendencia, ha de cuidar la saga y la casa. Cuántas sorpresas y escándalos al encontrar secretos en cartas marcidas y en cajas escondidas. Pequeños tesoros guardados de pasados jóvenes y osados, donde la ilusión reinaba y se creía a pies juntillas que el amor, ese amor vehemente, perenne, ese amor que no existe, podría ser. En este punto, llega la desilusión, la decepción, el rencor, el odio, la amargura, el plegar las alas y recogerse entre los muros de una existencia lícita, pobre, triste, sola. O, si la fémina es más aguerrida, se dedicará a resarcirse en la venganza, contagiando de su trauma a los que le rodeen, aunque con ello queme sus propias naves. La crueldad de la vida, de la guerra, de las normas sociales, de la muerte, de las decepciones, de la pérdida de la inocencia. Hay poco perdón en estas páginas, muchas alas cortadas, una elegía a la soledad y la poca felicidad que se observa viene de mujeres débiles, protegidas, casi ignorantes de su propio destino. Este libro es una oda a los perdedores que saben qué se han dejado en el camino, que son conscientes de que ni el pasado ni las ilusiones se pueden recuperar y que, a pesar de todo, volverían a hacer lo mismo. Y, sin embargo, no es un libro dramático, ni desgarrador, al menos en la forma, porque Pilar se encarga de transmitirnos las más duras historias de decepción desde un lenguaje castizo, llano, sencillo y directo; sin alharacas romanticonas, ni altisonantes frases desoladoras. Si no hay nada que hacer para solucionar el hado, para qué despeinarse. Y es esta manera de narrar, de presentarnos los relatos, lo que le confiere al libro un aura de crónica histórica, de testigo de la vida cotidiana, de periodista que capta la sociedad en la que vive pluma en ristre. De realismo tangible que convierte en veraces unas historias verosímiles.
Añadiré a mi personal interpretación de “Las verdaderas historias de amor son pasajeras” una referencia a las canciones que aparecen en los relatos. Forman parte de una banda sonora irónicamente romántica, suave, delicada, tal vez porque estas melodías pertenezcan a los deseos y recuerdos, al humo de los sueños. Si yo tuviera que ponerle música me acercaría a la ópera, a algún aria hermosa, incluso desgarradora, que nos hiciera estremecer el alma unos instantes, aunque supiéramos a ciencia cierta que, al caer el telón, la vida continuaría irremediablemente igual.