PENSAMIENTO EN ROJO
© Angélica Morales

Al otro lado de los lienzos se escuchan guerras y suspiros de amante. Eso dicen los que han dejado de entender el mundo y rondan los desvanes. Acabo de heredar el retrato de tía Kity, inquieta y casquivana, a horcajadas sobre una cama que deshizo el aburrimiento. Tenía carácter, tía Kity, dos lunares en las caderas y una lista de pretendientes pelmazos. Ahora la contemplo cada noche antes de que me venza el sueño. He decidido colgar su cuadro sobre la chimenea. Los días de lluvia su piel se tiñe del color de la sospecha; estoy convencido de que adora el sonido del agua sobre las hojas, que en otoño se escapa de su cautiverio y corre enloquecida por el jardín, con la pena a cuestas. Le hubiera gustado ser griega y elaborar discursos plisados. No hay más que leer en su mirada. Me consta que, en secreto, se entregaba al ron y a los rezos. También hay quién afirma que los domingos alternos se dejaba retratar por la curiosidad.

No me queda ningún pariente vivo. Me alimento de recuerdos pintados, de la tétrica compañía de aquel reloj candelabro que adquirió mamá en Portugalete, y de una especie de sopa que arrastra verduras en picadillo. La vida me sabe a hiel de un tiempo a esta parte, sólo el retrato de tía Kity consigue hacerme feliz. He dejado de recibir visitas.

Nada me distrae tanto como inventar el pasado de la mujer desnuda que preside mi hogar. Unas veces acaricio la idea de que estuvo casada con un embajador de la China, un tipo alto y malencarado, de mirada torva y andares lentos; es posible que se llamara Eusebio, o Damián, uno de esos nombres que garantizan la esterilidad en el amor. Naturalmente aquella unión no debió durar demasiado, pronto tía Kity buscaría consuelo entre los brazos de un nuevo amante, deportista quizá, escalador para más señas, de estatura mediana, guapo y flaco como un arcángel. Ignoro quién la pintó en aquella postura de ninfa traviesa, una mezcla de humedad, olvido y telarañas han acabado con su autoría. Reconozco que su imagen me obsesiona. No duermo. Apenas salgo de casa, el contacto con el mundo exterior me asquea, siempre tengo cerradas las ventanas. Sufro por la luz. Respiro muy cerca de sus labios, bocanadas de aire muerto que golpea mis pulmones. No me canso de mirarla. Me la quiero comer. En eso pensaba cuando sonó el timbre

–Arturo, tío, ¿qué pasa que no se te ve el pelo últimamente? ¿Dónde te metes, cabronazo?

Quise cerrar la puerta pero Tomás se abalanzó sobre mí.

–Oye, a ver si ahora te vas a volver un monje. Nos tienes muy preocupados, Arturito. Recuerda que esta noche hemos quedado con las chicas. Ya sabes, hay que ceñirse a lo acordado, para mí la rubia y para ti la morena.

–Son las dos rubias –dije rayando la antipatía.

–Bueno pues yo me quedo con la pequeñita, a ti te dejo la que parece un ciprés.

Tomás estaba empezando a ponerse impertinente.

Antes de heredar el cuadro de tía Kity, solíamos merendar juntos en el salón, después nos tomábamos un par de cervezas frente a la chimenea, y charlábamos a cerca de mujeres que jamás poseeríamos.

–Ni se te ocurra dejarme plantado ahora. Sabes que llevo siglos detrás de esta cita. Además, qué coño, que la rubia no va a ninguna parte sin su amiga, y ahí es donde tú entras, Arturito, no me la juegues que te veo venir.

A mí las intenciones se me escapaban de las órbitas. Desde luego Tomás no tenía ningún futuro como adivino, ni siquiera en uno de esos programas que de madrugada, embaucan a los idiotas.

–No me encuentro muy bien –me excusé en mitad del pasillo.

Las sienes comenzaron a martillearme. No estaba dispuesto a permitir que mi amigo contemplara el cuadro de tía Kity.

Tomás chasqueó la lengua.

–Aquí pasa algo raro, Arturito. ¿no será que has quedado por tu cuenta con la rubia?

No contesté. Me ardían las mejillas y a mi garganta trepaba el fuego.

–Es eso, ¿verdad? –repitió Tomás fuera de sí–. Menudo cabronazo.

Iba y venía de un lado a otro del pasillo, haciendo aspavientos con las manos, con un aire ridículamente dramático, mascullando palabras incomprensibles. Me pareció que de repente se había convertido en otro.

–No he quedado con nadie. Lo que pasa es que no me apetece salir. Ya te he dicho que no me encuentro bien. Tengo fiebre, 37 y tres décimas, me duele la espalda y los hombros, creo que estoy incubando una gripe monumental o dos, no sé; no puedo pensar con claridad, se me nublan los ojos y tengo escalofríos…

Tomás me miró con fiereza.

–¿Me tomas el pelo?

–¡Que no, joder!

–Entonces me quedo contigo. Nos quedamos los dos aquí. Mejor todavía, Arturito, llamo a la rubia y que venga con su amiga y entre todos te cuidamos. Convertimos el salón en un hospital improvisado y caliente. Ya me entiendes, como en las pelis guarras…

–Prefiero estar solo.

Tomás enarcó una ceja, después, metiendo las manos en los bolsillos, comenzó a hacer bailar el pie derecho sobre las baldosas.

–Ni hablar. He dicho que me quedo y me quedo. Ya me conoces, a tozudo no me gana ni Dios.

Y sin esperar respuesta giró sobre sus talones. Intenté cortarle el paso con alguna excusa vana, pero no dio resultado. Súbitamente mi pensamiento se tiñó de rojo, en dos zancadas alcancé a Tomás, y cogiéndolo por los hombros lo zarandeé con rabia.

–¡Quiero que te vayas! –grité–. Ahora mismo.

Mi amigo lejos de asustarse comenzó a reír. Encadenaba carcajadas terribles que estallaban contra las paredes y hacían estremecer las grietas del techo. Nada podía detener sus pasos. Volvió a empujarme y continuó hacia el salón. Cuando llegué a su lado sus pupilas acariciaban la desnudez de tía Kity.

–Así que se trataba de esto. Pretendías guardarla para ti solo.

No recuerdo nada excepto una sensación de frialdad entre mis dedos, encrespados alrededor del reloj candelabro que compró mamá en Portugalete. De un golpe seco cayó Tomás a los pies del cuadro.

Dicen que al otro lado de los lienzos se escuchan guerras y suspiros de amante, pero desde hace unos meses, alguien susurra en mi oído:

“Menudo cabronazo…”

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