Alguna vez en el tiempo

©Pilar Aguarón Ezpeleta

Aquel invierno, según cuentan las crónicas, fue el más frío desde hacía más de un siglo; los carámbanos que colgaban de los tejados se hicieron perennes, convirtiéndose en auténticas estalactitas de un metro de longitud. Los días de niebla se hilvanaban unos a otros y un velo de tul helado lo envolvía todo. Las ramas desnudas de los árboles se quebraban por el peso de la nevada y el silencio era tan hondo que estremecían las pisadas sobre la nieve blanda.

Ethan, todavía no había cumplido los veintidós años, pero estaba seguro de haber vivido un invierno así. Llegó a Nastoît en el tren de la mañana, con una mochila de lona como único equipaje.

Al salir de la estación se quedó unos segundos mirando el paisaje helado. Nunca había estado en Alsacia, pero nada le era desconocido. Se subió el cuello de la parka, se ajustó los guantes y el gorro de lana y con paso firme, como si conociera el camino de haberlo recorrido cien veces, emprendió la marcha hacia la parte alta de la ciudad. Atravesando el laberinto de calles y  callejones que dibujaban el barrio de la catedral.

Cuando pasó por delante del viejo casino, se detuvo a contemplar la fachada modernista y recordó el tremendo aguacero que cayó el día de su inauguración, en la primavera de 1913, y de cómo tuvo que sujetar a Madeleine, para que no resbalara con sus zapatos de tafilete recién estrenados.

Dos manzanas más allá, el corazón le dio una sacudida al reconocer el portón de arco de medio punto y los amplios ventanales del segundo piso. Era la misma casa que aparecía en sus sueños desde que, siendo un niño, encontró una llave oxidada en la arena de una playa abrupta de la Isla de Sylt.

Delante del portón, recordó que esa casa de piedra había sido su hogar alguna vez en el tiempo y que fue sacado a trompicones por los alemanes a finales de junio 1916, la noche antes de la batalla del Somme.

Se estremeció al recordar que, mientras se lo llevaban, gritaba a su esposa, que lo mirada asustada mientras protegía con sus manos a un niño rubito, que estuviera tranquila que volvería pronto.

Pero nunca lo hizo. Ahora la fachada tenía un aspecto descuidado como si llevara deshabitada decenas de años.

El joven sacó la llave herrumbrosa del bolsillo de su mochila; giró el llavín con cuidado y la puerta cedió. A pesar del tiempo que llevaba cerrada no olía mal, ni los muebles parecían tener polvo, la lámpara que colgaba del techo brillaba como si acabara de ser limpiada.

El chico dejó la ropa de abrigo y la talega sobre un silloncito que estaba junto a un ventanuco ojival con vidrieras de colores, que reconoció enseguida.

Entonces levantó la vista y vio el cuadro, estaba donde él mismo había mandado que se colgara hacía más de cien años.

El lienzo lo había pintado en su estudio de París John Singer  Sargent y figuraba como desaparecido, según los libros de arte, desde la destrucción del Museum für moderne Kunst, durante los bombardeos aliados que sufrió Dresde en febrero del 1945.

Retrataba a una mujer joven, muy pálida, en la penumbra de un jardín, ataviada con un vestido de raso azulado con motivos florales, con el vientre abultado de embarazada y los cabellos castaños recogidos en un moño bajo, con un aderezo de orquídeas.

Subió despacio la escalera alfombrada y frente al cuadro, comprendió por qué la vida le había llevado hasta allí. Sintió una enorme paz interior. Sonrió y musitó:

– Mi dulce Magda, han tenido que pasar tres vidas, pero ya he vuelto.

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