N’ARRÊTEZ PAS!
©Pilar Aguarón Ezpeleta

Sixto, a lo largo de su vida ha estado con muchas mujeres y las ha olvidado a todas. A todas menos a Matilda, la única que le despedazó el corazón y la única que ahora, cuando piensa en ella, todavía le duele.

Acababa de conseguir su primer empleo, como ayudante de camarero, en el gran hotel de Biarritz. Aquel fue un verano destemplado y brumoso. Desde los ventanales del comedor se veían las olas romper ariscas contra las rocas, bajo un cielo encapotado y plúmbeo, entonces la vio aparecer.

Era una adolescente espigada y de aspecto delicado, muy pálida, casi traslúcida, como un hada del bosque. Tenía los ojos de color avellana y el cabello castaño. Parecía tímida, siempre miraba como azorada y si notaba que la observaban apretaba los labios, sonreía y creía enrojecer.

Matilda llegó acompañando a su abuela que, como cada año, participaba en un torneo de Canasta en la salita azul, del primer piso. Por eso la chica estaba casi siempre sola y parecía no importarle. Pero a la hora del desayuno, comida y cena, las dos aparecían puntuales en el comedor, siempre impecables y perfumadas.

Allí reinaba como un monarca absoluto monsieur Thibaut, el maître, un hombre de unos cuarenta años, pulcro, estirado y servil. Atendía a los clientes con pleitesía y estaba pendiente para que todo fuera perfecto, sobre todo en la mesa 10, donde se sentaban las dos mujeres venidas de París.

– ¡Venga, venga, date prisa, que la señorita necesita agua!— le urgía al ayudante.

Y Sixto volaba para acercase hasta la chica, sonreírle e inclinarse ante ella. Y así empezó el furtivo juego de miradas y escarceos. No llegó a más, pero a Sixto le parecía suficiente. Entrar y verla. Acercarse y oler su perfume. Sentir como a la chica le brillaban los ojos. Y así tres veces al día.

Él la espiaba desde la cristalera y en su delirio de amor, se fijó en que, cuando estaba tumbada al sol, ella no quitaba la mirada de los ventanales del comedor, como buscándolo y él, mientras preparaba las mesas para el almuerzo, sonreía y se sentía el hombre más afortunado del mundo. Miraba el reloj nervioso, esperando que diese la una en punto y apareciera ella. Entonces el corazón de Sixto empezaba a latir más deprisa y los pies se le hacían ligeros, como si pisara por encima de las nubes.

Para él no había más mundo que ella, y poco le afectaba lo que pasara a su alrededor y ni se inmutaba ante las severas miradas y las reprimendas de monsieur Thibaut. Absorto en su enamoramiento, no le importaba lo que pudiera pasar después de que Matilda se hubiera ido. Después de ella, nada.

Esas cosas pasan y él lo sabía. Sabía que solamente iban a ser dos semanas, pero la medida del tiempo se dilata con los sentimientos y para él, estos quince días se acercaron a la eternidad.

La última noche, después de cerrar el comedor, Sixto fue a ducharse y a cambiarse de ropa al pabellón del servicio, un habitáculo largo y mal aireado, que estaba junto al cobertizo donde se guardaban las hamacas de playa. Se sentía desamparado y yermo, como sin vida. Sabía que el amor para él, y a partir de entonces, siempre iba a ser una despedida.

Antes de encender la luz escuchó, a través de la ventana abierta, algunos murmullos. Intuyó que eran dos amantes escondiéndose del mundo, tal vez también se estuvieran despidiendo.

Sintió celos y rabia por no poder ser él mismo. De tener que renunciar al amor de Matilda sin haberla besado nunca, sin haber rozado su piel, tan clara como la de un hada del bosque.

Se acercó despacio y al asomarse se quedó perplejo al reconocer entre las sombras a monsieur Thibaut, apoyado contra un árbol. Todavía con la camisa de uniforme puesta, la pajarita suelta cayéndole sobre el pecho y los pantalones a la altura de las corvas.

Creyó morir al descubrir a su dulce Matilda, de rodillas sobre la hierba y escuchar a un embelesado y jadeante Thibaut suplicarle:

– Ma demoiselle, ma petite dame, n’arrêtez pas, n’arrêtez pas… !

 

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