LA DECISIÓN

Pilar Aguarón Ezpeleta/Anabel Consejo/José Antonio Prades

Se anudó la corbata ante el espejo, despacio, con una ceremonia lenta y ampulosa, como si de la coronación de un emperador nipón se tratase.

Llevaba mucho tiempo meditando. Le había dado muchas vueltas y había estudiado todas las posibilidades, los pros y los contras, todas las consecuencias de su acto. Ahora no podía volverse atrás, pero la seguridad que tuvo en los días anteriores se había transformado en incertidumbre. Respiró profundamente y tragó saliva para serenarse.

Se colocó el cuello de su camisa nueva y ajustó el nudo de la corbata para que quedara perfecto. Recordó a su madre, quince años atrás, pasándole la mano sobre la pechera el día en que se vistió de novio. Todavía no se había atrevido a contarle su determinación. No lo iba a entender, para ella siempre fue y seguirá siendo un niño, su niño. Lola sí que lo sabía, por eso habían discutido y ella se había ido con los niños a la casa de la playa. Mejor así.

Se puso la americana y se colocó el pañuelo de tres puntas en el bolsillo superior. Ya no está de moda ponerse pañuelos, pero hoy él quiere ser fiel a sí mismo, a sus convicciones. Sacó del armario sus zapatos color vino con adornos de estribos en el empeine. Tampoco estaban de moda, lo sabía, pero había dejado de importarle lo que los demás opinaran. No necesitaba el beneplácito de nadie. En los últimos diez años había tenido que claudicar en muchas cosas a cambio de dinero y de conveniencias sociales. Lola no lo entendía. Le echó en cara que solo pensaba en sí mismo y que por encima de sus caprichos tenía responsabilidades con ella y con los niños que no podía pasar por alto, pero la decisión estaba tomada. No había marcha atrás.

Nunca contestó que quisiera ser futbolista o bombero. Nunca contestó que su trabajo ideal fuera ser director general de una empresa de telecomunicaciones, aunque haber accedido a ese puesto a su edad era un éxito rotundo. Siempre tuvo claro lo que quería ser de mayor, lo que sucedía es que jamás tuvo el coraje de pronunciarlo. Se había criado en una familia conservadora y tradicional donde el primogénito no tenía opción alguna de poder desviarse del camino que se esperaba de él. Se casó enamorado de Lola, no podía negarlo, pero el matrimonio la había convertido en una réplica de la mujer que lo crió, lo único que le faltaba eran las canas y el rosario de nácar. A Felipe le asustaba muchísimo la imagen de Lola asistiendo a misa los domingos. En todos los cambios drásticos existe un detonante, para Felipe la muerte de su amigo de la infancia lo fue. Ángel no era su hermano, pero podían haber sido gemelos pues su trayectoria vital había sido idéntica: ninguno de los dos defraudó las expectativas paternales, estudiantes de matrícula en las mejores universidades, habían formado una familia modélica y habían conseguido un puesto de responsabilidad antes de los cuarenta. Un infarto de miocardio, también antes de los cuarenta, era un logro que Felipe no quería contabilizar en su currículo. Así que al volver del entierro de Ángel, todavía con los ojos rojos por el llanto y el traje negro por el luto, se acercó a una agencia de prestigio, llamó a la puerta y le dijo a bocajarro a la recepcionista:

—Quiero ser actor.

Tardó siete intentos en conseguirlo, pero lo admitieron el día en que una compañía necesitaba otro integrante para ensayar una obra inédita. Y se comprometió todas las tardes para aprenderse de lleno un papel que desde la primera lectura supo que iba a interpretar como un dios de la escena. Siguió luchando con Lola porque cada semana se iba pareciendo más a un progre que a un ejecutivo. Y su madre, pero estás idiota o qué, hijo, ya te estás volviendo como él, y mira que te llevamos lejos. El director iba extasiándose con la entrega de Felipe, sus gestos tan idénticos a quien faltaba, ese que pudo ser un Dicenta o un Rodero, ese que dijeron que no había emigrado a Madrid por amor, un amor encubierto sin desvelar.

-Podrían ser sus ojos en mí o una aurora que no avanza, ¿dónde está aquel amigo que añoro desde que mi corazón brotaba en desquicios prohibidos? Podrían ser aquellos tréboles que adornan mi jardín, o los cantos que llenan mi dormitorio cuando me desvelo por su ausencia. Triste de mí, desbocado y vencido, anhelo su abrazo, sus miradas y su tacto. ¿Dónde estás? ¿Por qué no vuelves?

Y con el silencio estallando dentro de cada uno de los presentes, el director le dijo:

—Ángel te habría dado una de sus caricias como sólo daba a quien sabía tocarle el corazón.

 

 

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