El milagro de la pintura
© Eduardo de Benito
Sus rostros, sus miradas, su pintura nos acaricia con una insospechada sensualidad. Hay en sus trazos inquietudes íntimas, líricas, que no logran ser desplazadas por la sobriedad de la composición. Contemplar sus cuadros es una invitación a penetrar en una tierra interior, un trozo de su alma desmesurada y tumultuosa que vierte el vértigo poético en el difícil arte del retrato.
Es una pintura que hechiza, frente a la que el lenguaje falla para expresar la emoción contenida, el relámpago claro y frío con que enmascara tanta vida, tanta pasión que tiene cabida en paisajes y desnudos, en rostros y miradas. Frente a ella no puedo sino decir: “Me ha fascinado”.
Su pintura nada tiene de solemne, pero tampoco de trivial, es pensamiento acariciado, sensibilidad, dulzura, abismo del pincel que representa y crea una realidad carnal, rostros que nos contemplan con la certeza de saberse más humanos que nosotros, espectadores del milagro de la pintura.