©Pilar Aguarón Ezpeleta

María Páez tenía veintidós cuando me vendió por seis mil pesetas. Me había pintado el año anterior y titulado El desencanto. Soy un lienzo grande, con un enorme rostro pintado al óleo, es una mujer de mediana edad, con el gesto contrariado. La joven María, a petición de un galerista, me describió como el reflejo de la crisis existencial por la que atravesaba la sociedad, la imagen de un estado de ánimo colectivo.  Aunque, la verdad, es que cuando me pintó, solo era una mujer en un mal día.

Mi autora se despidió de mí con pena, me tenía apego. He llevado muy mala vida desde entonces. Después de muchos avatares, acabé formando parte de una partición de herencia y he sido arrastrado de acá para allá, de un lado a otro, sin ningún cuidado. Hasta que he terminado rasgado y desconchado en un triste almacén de carretera, junto a un mueble destartalado y un jarrón agrietado, que finge ser de porcelana de Sevres.

Y lo peor, no es haber terminado aquí, sino que alguno de mis dueños,  desde luego el más desquiciado,  intentó ocultar mis deterioros tapándolos con pintura marrón de teñir muebles.

Reconozco que estoy destrozado para siempre, sin posibilidad alguna de recuperar la dignidad que tuve. Amargamente debo tomármelo como prueba de que la justicia divina existe, porque ahora, sí que realmente soy como María Páez me describió hace cincuenta años: la imagen total del desencanto, el reflejo de un estado de ánimo colectivo y el retrato de esta sociedad banal y decadente.

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