LA HISTORIA DE ERNESTO
©Pilar Aguarón Ezpeleta

El doctor Casedas se ha empeñado en que les narre a ustedes,  y en voz alta,  la historia de Ernesto.  La he repetido mil veces, recuerdo el día que  hasta me hizo que la escribiera, como si  por poner una letra después de otra la cosa fuera a cambiar en algo.

Y todo esto viene por lo del dichoso monitor mágico que Ernesto encontró una noche junto a un contenedor de  la basura. Resulta que el sabiondo de Ernestito, y sin suponerle esfuerzo alguno, con tan sólo desearlo, veía a  través de la pantalla apagada lo que  estaba haciendo la gente en la que pensaba en cada momento.

Y claro, al principio fue muy divertido, pensaba en Iniesta y ahí que lo veía una y otra vez marcando el gol que nos llevó a la gloria. Y quien dice en Iniesta, dice en Isabel la Católica o en Al Capone. El caso es que al muy tunante le dio por pensar en Anita Ekberg mientras rodaba la famosa escena en la Fontana de Trevi y  al ver las carnes blancas y voluptuosas de la sueca, tan embelesado quedó que, en un arrebato por intentar alcanzarla, se  lanzó como un poseso hacia el vidrio,  con tanta fuerza que se rompió la crisma contra el monitor apagado y  con el trasto ése embutido en la cabeza, como si fuera una escafandra de buzo, se quedó tirado en la acera.

Y eso y nada más es  todo lo que pasó y así se lo conté primero  a la policía y luego al juez y quinientas veces, si no son más, al doctor Casedas.

Y es que todo el mundo parece empeñado en que yo sé más de lo que cuento,  y ya me estoy empezando a hartar de toda esta historia. Mil veces he repetido que conocí a Ernesto en el refugio de los carmelitas y desde entonces fuimos juntos de un lado para otro, pasándolas unas veces mejor y otras veces peor, que de todo hubo. Pero a pesar del tiempo que pasamos juntos pocas cosas puedo  contar del difunto, que él era muy suyo, muy reservado para sus cosas, fíjense que ni siquiera puedo decir cuál era su nombre completo, y ya me dirán ustedes qué clase de amistad se puede tener con alguien que, después de cinco años, no ha tenido los santos bemoles de decirte cuál era su apellido.

Y no será porque yo no insistía, que me lo llegué a tomar como una afrenta de honor y quise imponer mi dignidad a su tozudez, pues ni por esas lo conseguí.

Por ello me entenderán que después de tanto tiempo y tanta paciencia que malgasté con él, se me acabara  poniendo la nube negra encima de la cabeza y cuando íbamos paseando aquella noche calurosa  de agosto cerca del viejo matadero, le volví a pedir, casi a suplicar,  que me dijera cómo se apellidaba y del muy cabrito, como  respuesta, sólo recibí una risita burlona.

Fue entonces cuando  vi el monitor junto a la basura, me agaché, lo cogí con las dos manos y con todas las fuerzas de mi nube negra se lo estampé en su obstinada cabezota. Y allí se quedó, como  el capitán Nemo en su viaje submarino.

Pero no estoy arrepentido, no, señor,  bien merecido se lo tuvo, que a un amigo no se le trata como él me trató.

¡Cabezota de mierda!

 

 

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