UN MATRIMONIO FELIZ
©Pilar Aguarón Ezpeleta

 

Me llamo o me llamaba Saulo Basterra y no estoy muy seguro porque aquí la medida del tiempo no existe, pero creo que llevo muerto más diez años.

De lo que sí me acuerdo es que el día de mi deceso fue casi perfecto. El sol brillaba, el cielo era de un azul luminoso y al mismo tiempo caía una llovizna suave que hacía brillar el asfalto como si fuera de charol… y fue entonces cuando vi cruzar a una chicas riendo y señalando alborozadas el arco iris que se dibujaba por encima de nuestras cabezas.

Y allí me quedé, como un pasmarote, en mitad de la calzada, mirando embelesado las nubes, hasta que escuché el chirrido de los frenos de la furgoneta que se me llevó por delante.

Tampoco es que lamentara mucho dejar de estar vivo, porque nunca tuve una existencia especialmente dichosa. Desde los veintitrés años llevaba trabajando de contable en “Ruíz e hijos, transportes internacionales”, haciendo más horas que Ben-Hur en la galera. Ya había cumplido los cuarenta y cinco y de esos llevaba más de quince casado con Araceli, una buena chica, muy modosa, que trabajó de telefonista hasta nuestra boda. Era austera y hogareña pero insípida como el pan sin sal.

Me fui sin remordimientos a la otra vida, porque la dejé con el piso pagado y entre lo que teníamos ahorrado, que era casi todo porque caprichos nos dábamos bien pocos, y lo que le dieron los del seguro de vida, mi viuda tenía lo suficiente para llegar a vieja sin sobresaltos.

Pero la vida da a veces unos giros inesperados y mi muerte supuso un antes y un después en la personalidad de mi Araceli, que, como si estuviera oprimida por un apretado corsé, en cuanto se vio libre empezó a cambiar de hábitos.

Se compró ropa de colores vivos, se aclaró el cabello y tiró al contenedor toda la vestimenta azul y marrón que era su uniforme desde antes de casarnos. Pero lo más sorprendente es que hasta se apuntó a un gimnasio, y bien que le fue porque no tardó ni un mes en aprender a coquetear con el monitor de aerobic, un bielorruso treintañero de ojos claros que le descubrió la pasión, que no sé dónde la tenía guardada, porque a mí nunca me la enseñó.

El bielorruso se dejaba querer y obsequiar por la que yo creía hasta entonces que era mi pánfila viuda. He de decir que a mí no me importaba lo más mínimo, porque yo había encontrado la paz en este noser tan sosegado.

Pero hasta en el nirvana hay una gota que rebosa el vaso y esa llegó cuando al gigoló se le apeteció un Porsche de casi cien mil euros. Enterarme de semejante chifladura hizo que terminara literalmente revolviéndome en mi propia tumba y en cuanto reuní la energía suficiente, acudí airado a la que había sido mi casa y me hice notar abriendo y cerrando cajones y sacando los cuadros de sus alcayatas para que Araceli no tuviese ninguna duda de mi descontento.

Ella se llevó un buen susto y se pasó la tarde bebiendo infusiones de tila y de hierba luisa. Al atardecer en cuanto se quedó semidormida sobre la cama aproveché para dar unos golpecitos en el cabecero de madera y susurrarle:

—¡El Porsche no, Araceli, el Porsche nooooo!

A punto estuvo de estallarle el corazón dentro del pecho; le dio un vahído, le entró una sudoración fría y casi se me viene para este lado.

Desde entonces ya no es capaz de dormir sin la lamparilla de la mesilla encendida. Se volvió una rezadora compulsiva, empezó a visitar mi tumba casi a diario y a traerme flores frescas, dejó de acudir al gimnasio y perdió todo interés por el hermoso eslavo.

Todo esto trajo como consecuencia que se acabó para siempre mi apacible letargo, porque Araceli no para de invocarme a través de médiums y clarividentes y de pedir mi conformidad para todo lo que hace.

Al principio hasta me molestaba que no me dejara en paz, pero ya disfruto acompañándola a todas partes. Por el barrio se ha corrido la voz de que se ha vuelto loca, porque pide mi consentimiento en voz alta para la cosa más nimia que quiere comprar. Y ya nos hemos puesto de acuerdo en que yo doy un golpecito si estoy conforme y dos si me parece mal.

Yo me siento contento porque la veo dichosa y a su lado seguiré, mientras ella quiera. Porque así es como tiene que ser un matrimonio feliz.

 

 

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